lunes, 12 de noviembre de 2012

En busca del ego (II)


Cuando el ego no se alimenta de sus triunfos, se alimenta de sus fracasos convirtiéndose a sí mismo en víctima. Alimentado por sus constantes elucubraciones, su sufrimiento sirve para confirmarle su existencia tanto como lo hace su euforia. Tanto da que se sienta en la cima del mundo, como minusvalorado, ofendido o ignorado; el ego se consolida prestando toda su atención tan sólo a sí mismo. "El ego es el resultado de una actividad mental que crea y "mantiene una vida" una entidad imaginaria en nuestro espíritu". Es un impostor que no piensa más que en sí mismo. Una de las funciones de la visión penetrante –vipashyana– es la de desenmascarar la impostura del ego. 
No obstante, en realidad nosotros no somos ese ego, no somos esa cólera, ni tampoco somos esa desesperación. Nuestro nivel de experiencia más fundamental es el de la conciencia pura, esa primigenia cualidad de la conciencia de la que ya hemos hablado antes y que constituye la base de toda experiencia, de toda emoción, de todo raciocinio, de todo concepto y de toda construcción mental, incluyendo el ego. Pero tenemos que estar atentos: esa conciencia pura, esa "presencia despierta" no es una entidad nueva más sutil incluso que el ego, sino una cualidad fundamental de nuestra corriente mental. 
El ego no es más que una construcción mental más duradera que otras porque constantemente se ve reforzada por nuestras cadenas de pensamientos. Pero ello no es óbice para que este concepto ilusorio carezca de existencia propia. Esta etiqueta tenaz, tan sólo se mantiene fijada al flujo de nuestra conciencia gracias a la cola mágica de la confusión mental.
Para desenmascarar la impostura del yo, hay que seguir investigando hasta el final. Todo aquel que sospecha  que en su casa ha entrado un ladrón tiene que inspeccionar cada habitación, cada rincón y cada escondite posible hasta estar seguro de que, verdaderamente, no hay nadie. Sólo entonces su espíritu podrá estar tranquilo. 

Meditación
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Examinemos aquello que, según se supone, constituye la identidad del "yo". ¿Nuestro cuerpo? Una mezcolanza de huesos y carne. ¿Nuestra conciencia? Una sucesión de pensamientos fugaces. ¿Nuestra historia? La memoria de lo que no es. ¿Nuestro nombre? Le adjudicamos toda clase de conceptos -nuestra filiación, nuestra reputación y nuestro estatus social–, pero en resumidas cuentas, no es nada más que un conjunto de letras. 
Si verdaderamente el ego constituyera nuestra esencia más profunda, sería fácil entender que la idea de desembarazarse de él nos llenara de inquietud. Pero si tan sólo es una ilusión, el hecho de que nos libremos de él no equivale a extirpar el núcleo de nuestro ser, sino que, simplemente, nos ayuda a disipar un error y a abrir los ojos a la realidad. El error no ofrece ninguna resistencia al conocimiento, al igual que la oscuridad no ofrece resistencia a la luz. Millones de años de tinieblas pueden desaparecer al instante en cuanto se enciende la lámpara. 
Cuando dejamos de considerar el yo como si fuera el centro del mundo, nos sentimos implicados con los otros de un modo natural. La contemplación egocéntrica de nuestros propios sufrimientos nos desanima, mientras que la preocupación altruista por los sufrimientos del prójimo hace que nos sintamos más determinados a contribuir a su bienestar. 
Así pues, tenemos que examinar con toda honestidad si en lo más profundo de nuestro ser habita el sentimiento profundo del "yo".
¿Donde está ese "yo"? No puede estar únicamente en mi cuerpo, porque cuando digo: "Estoy triste", la que tiene una impresión de tristeza es mi conciencia, no mi cuerpo. Así pues, ¿únicamente se encuentra eh mi conciencia? Tampoco eso es demasiado evidente, porque cuando digo: "Alguien me he empujado", ¿mi conciencia es la que ha recibido el empujón? ¡Claro que no! El yo no podría vivir fuera del cuerpo y de la conciencia. ¿O acaso sencillamente la noción del yo se halla asociada al conjunto formado por el cuerpo y la conciencia? Si es así, estamos hablando de una noción más abstracta. La única salida a este dilema consiste en considerar al yo como una designación mental vinculada a un proceso dinámico, y a un conjunto de relaciones cambiantes que integran nuestras sensaciones, nuestras imágenes mentales, nuestras emociones y nuestros conceptos. Al final, el yo no es más que un nombre que sirve para designar un continuo, de la misma manera como a un río le llamamos Amazonas o Ganges. Cada río tiene su propia historia, fluye por un paisaje único y su agua puede tener propiedades curativas o esta contaminada. Así pues, es legitimo darle un nombre y distinguirlo de otro río. Sin embargo, en el río no existe una entidad, sea del tipo que sea, que constituya su "corazón" o su esencia. Y lo mismo sucede con el "yo": existe de manera convencional, pero en absoluto como una entidad que constituya el núcleo del ser. El ego siempre tiene algo que perder y algo que ganar; por su parte, la sencillez natural del espíritu no tiene nada que perder ni nada que ganar; no hace falta quitarle o añadirle nada. El ego se alimenta de sus elucubraciones acerca del pasado y de los pensamientos anticipados del futuro, pero no puede sobrevivir en la sencillez del momento presente. Así pues, mantengámonos en esta sencillez, en la plena conciencia del ahora, que significa la libertad y el apaciguamiento final de todo conflicto, toda construcción, toda proyección mental, toda distorsión, toda identificación y toda división. 
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Matthieu Ricard 

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