lunes, 13 de diciembre de 2010

Espectro de amor (IV)


Pero el amor no es un bien raro o inalcanzable: todo el mundo lo posee. La existencia es amor. Todo el mundo lleva la fuerza en su interior. Tal vez la forma en que descubras la fuerza del amor, tal como opera en tu seno, sea una inclinación por el vio, los helados, los coches o los  miembros atractivos del sexo opuesto, o incluso de tu propio sexo. Lo cierto es que el amor está allí. Desde luego, la gente tiende a distinguir entre distintos tipos "buenos", como la caridad divina, y otros esencialmente "malos" como la pasión animal. Pero se trata de distintas formas de una misma cosa.Están relacionadas, igual que el espectro producido por la luz que atraviesa el prisma. Podríamos decir que la banda roja del espectro de amor es la libido del Dr. Freud y que la banda violeta es el amor divino o la caridad. Entre medio, los distintos amarillos, azules y verdes son la amistad, la consideración, el calor humano.

Ahora bien, suele decirse que las personas egoístas "se aman a sí mismas". A mi juicio, esto revela un mal entendido sobre todo este concepto: "uno mismo" es, en verdad,  algo imposible de amar. Veamos una razón evidente: tu propio ser, cuando tratas de enfocarlo, amarlo o conocerlo, se te escurre entre los demos.

Quisiera ilustrar este problema. Érase una vez un pez que vivía en el gran océano, y puesto que el agua era transparente y se apartaba siempre convenientemente de su nariz cuando él se desplazaba, ignoraba el hecho de que habitaba en el océano. Bien: un día, el pez hizo una cosa muy peligrosa, a saber: comenzó a pensar. "Sin duda, soy una entidad notable, pues puedo desplazarme por el espacio vació." El pez acabó por confundirse con tanto pensar sobre el moverse y el nadar, y  de pronto cayó en un ansioso paroxismo: había olvidado el arte de nadar. En aquel momento, miró hacia abajo y contempló el abismo oceánico, reparando en la terrorífica posibilidad de precipitarse. Luego reflexiono: "Si pudiera morderme la cola, lograría mantenerme." Así fue como el pez se mordió la cola, doblando la espina dorsal. Lamentablemente, esta última no era demasiado flexible, por lo que no pudo mantenerse en posición. Mientras el pez pugnaba por cogerse la cola, el negro abismo se tornaba más y más horrible, hasta que el pobre animal cayó en una profunda crisis nerviosa.

El pez de nuestra historia estaba a punto de abandonar cuando el océano, que le había estado observando con una mezcla de piedad y diversión, le dijo: "¿Qué estás haciendo?"

–Oh –dijo el pez– tengo miedo e caer en el profundo y negro abismo y procuro morderme la cola para sostenerme.

–Bien –replicó el océano– pues ya llevas un bien rato intentándolo y sin embargo no has caído. ¿Cómo es eso?

–Oh, ¡es verdad!, todavía no he caído –repuso el pez– porque estoy nadando.

–oye –replicó el océano– yo soy el Gran Océano, donde vives y te mueves y puedes ser un pez, y he puesto todo de mi parte para que nadaras, y te sostengo mientras lo haces. Pero tú, en lugar de explorar la profundidad, la altura y las vastedades de mi seno, malgastas tu tiempo persiguiéndote la cola.

Desde entonces el pez dejó la cola en su lugar (es decir, atrás) y se dedicó a explorar el océano.

Creo que esto revela una de las razones por la que resulta difícil amarse a sí mismo: la espina dorsal no es lo bastante flexible.

Otra razón radica en que "uno mismo", en el sentido ordinario del propio ego, no existe. Parece existir en cierto modo, tal como el Ecuador existe en su plano de abstracción. El ego no es un órgano psicológico o psíquico sino una convención social, como el Ecuador, el reloj, el calendario o el billete de un dólar. Estas convenciones sociales son abstracciones que hemos acordado con el mundo externo del mismo modo que un extremo de la estaca existe en relación con el otro extremo. Ciertamente, los dos extremos son distintos, pero pertenecen a la misma estaca. 

Así mismo, hay una relación polar entre lo que llamamos tu "yo" y tu "otro". No podrías experimentar tu "yo" si no experimentaras el "otro"., y viceversa. Podríamos decir que sentimos que el "yo" y el "otro" son dos polos opuestos. Curiosamente, empleamos esta expresión: "polos opuestos", para denotar una aguda diferencia. Pero las cosas que son "polos opuestos" son, precisamente, polos de algo, como un imán o un globo terráqueo, y por lo tanto resultan inseparables. ¿Qué ocurre cuando seccionas el polo sur de un imán con una sierra? El nuevo extremo, opuesto al polo norte original, se convierte en un polo sur, y la pieza que fue separada desarrolla su propio polo norte. Los polos son inseparables y se generan mutuamente. Lo mismo ocurre con la relación entre el "yo" y lo "otro". Ahora bien: si exploras lo que quieres decir cuando dices que "te amas a ti mismo", descubrirás perplejo que todo lo que amas es algo que siempre has juzgado ajeno a ti mismo, aunque se trate de cosas muy ordinarias como el helado o el buen vino. En un sentido convencional el vino no eres tú, y tampoco las cremas heladas. Estos objetos se convierten en "ti", por así decirlo, cuando los consumes, pero entonces ya no los tienes, de modo que buscas más para volver a amarlos. Pero, mientras los amas, no forman parte de ti. Cuando amas a la gente, por egoísta que sea tu afecto (debido a las sensaciones placenteras que te brinda) estás amando a alguien que no eres tú, y si exploras estos sentimientos, obedeciendo honradamente a tu propio egoísmos, muchas transformaciones interesantes comenzarán a ocurrirte. 

(Idem)

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