lunes, 31 de diciembre de 2012

La belleza que no muere. ¡Feliz y Renovador Año Nuevo 2013!

haideé iglesias

Esa belleza que a día de hoy contemplo con los ojos. Y que está más allá de estos. La luz que en todos habita, mal que les pese a quienes aún no lo entienden, principalmente porque no la sienten. Mas, es posible aprenderlo. 
¡Feliz y Renovador Año Nuevo 2013! 

Y la pregunta que propongo en el otro blog: 

Bueno, estoy dispuesta a recibir respuestas a esta pregunta que surgió hoy en mi:
Estamos en ese día que llamamos lunes, vamos, comienzo de una semana. 
Estamos en el final de un mes, diciembre. 
Estamos en el final de un año, 2012.
¿Cómo es que comenzamos otro mes, enero, y otro año, 2013, siguiendo con el día de la  semana que sigue a lunes –o sea martes– tal como si nada hubiera pasado si todo lo demás, mes y año, se terminan? 
¡Hale!, ¡a pensar! Este es un modo de romper la cadena ininterrumpida de pensa-mientos que nos encadena a la rueda sin fin que tanto sufrimiento nos causa.

viernes, 28 de diciembre de 2012

Efímero

haideé iglesias

El problema de la culpa (IV) y última


Desde el punto de vista de la protección de la autoestima, resulta esencial distinguir entre a culpa racional y la autocondena. Por culpa racional entendemos una evaluación auténtica de alguna acción equivocada, un sentimiento genuino de arrepentimiento o remordimiento y la determinación de efectuar una mejor elección en el futuro. La autocondena es un veredicto dirigido al individuo como tal y contiene una contradicción: ¿si soy irremediablemente despreciable, quién se preocupará lo suficiente como para pronunciar el veredicto? ¿A quién he ofendido íntimamente? Si soy yo quien pronuncia el veredicto, entonces no puedo ser totalmente despreciable. 
La culpa racional es una señal de alarma. Nuestra supervivencia y bienestar no se verían beneficiados si careciéramos de la capacidad de reprocharnos a nosotros mismos. Algunas veces, en estado de conciencia semiconcentrada, nos comportamos ciegamente, mal o de una manera irresponsable, y la primera señal para llamar nuestra atención consciente la constituye una desagradable sensación que pertenece a la culpa. 
Pero la culpa irracional –que subvierte los fines de la supervivencia y el bienestar –alcanza proporciones virtualmente epidémicas. Por eso puede llegarse a decir: "Me siento culpable por desear a la esposa de mi mejor amigo".
Lo cual implica que nuestros deseos sexuales se encuentran sometidos a nuestro control volitivo directo y jamás deben fluir de manera inconveniente o en una dirección inadecuada. 
Traducción más probable: las personas que respeto me condenarían por tener estos deseos. 

O: "Me siento culpable por ser tan atractivo". 
Implicación: mi atractivo constituye mi castigo hacia aquellos que no lo poseen.
Traducción más probable: tengo miedo de los celos o envidia de otras personas.

O: "Me siento culpable por ser tan inteligente". 
Implicación: nací con un buen coeficiente mental a expensas de todos los que no lo poseen; a peor aún, considerando que todo individuo debe ejercitar el potencial de inteligencia con el que nació, no merezco ningún reconocimiento por lo que he hecho con mis dotes.
Traducción más probable: tengo miedo de la animosidad de aquellos que se sienten agraviados por mi inteligencia.

O: "Me siento culpable por recibido trato preferencial de mis padres respecto de mis hermanas, porque era el único hombre". 
Implicación: soy moralmente responsable del comportamiento de mis padres.
Traducción más probable: siento resentimiento por la carga y expectativas que constituyen la otra cara del trato preferencial que reciben los hijos varones. 

O: "Me siento culpable de ser humano: nací en pecado".
Implicación: resulta significativo hablar de culpa en un contexto en el que no existe la inocencia. Es más: debo aceptar un concepto que justifica la violencia para alcanzar la razón y la moralidad porque lo proclaman las autoridades. 
Traducción más probable: esas autoridades guardan el monopolio de la moralidad y los juicios morales: ¿quién soy yo para contraponer mi juicio al suyo?

O: "Me siento culpable porque mis padres nunca me quisieron".
Implicación: la respuesta de mis padres hacia mí sólo pudo haber estado determinada por mi propio carácter, no por problemas suyos que quizá no hayan tenido nada que ver conmigo. Debieron de comprender que yo no tenía valor como persona desde el principio. 
Traducción más probable: la única forma de salvaguardar mi relación con ellos, la único forma de seguir siendo su hijo y de conservar la sensación de pertenecer a alguien, consiste en aceptar sus ideas y permitirles que me definan. 

O: "Me siento culpable por haber alcanzado el éxito en la vida". 
Implicación: no sólo no merezco ningún reconocimiento moral por mis logros, sino que, por la razón que sea, no han triunfado de la misma manera. Es más, estoy en deuda moral hacia los que no han obtenido tanto éxitos como yo en la vida.
Traducción más probable: si no doy muestras de sentirme orgulloso de lo logrado, si oculto mis sentimientos de orgullo no sólo de los demás sino también de mí mismos, quizá la gente me perdone y llegue a agradarle.

Quizá deba admitir que, en una época en la que al igualitarismo avanza desconsoladamente y en la que existen personas que piensan que cualquier forma de desigualdad –de inteligencia, carácter, riqueza o atractivo físico– implica una injusticia por parte de alguien hacia algún otro, algunas de las instancias de culpa recién descritas pueden no ser consideradas irracionales. Quizá estos ejemplos no sólo resulten conocidos para algunos lectores, sino que posiblemente otros los considerarán razonables. Destacaré que cuando se exploran estas actitudes en el contexto de la psicoterapia, lo que emerge no es un proceso de razonamiento moral, sin el ocultamiento de un profundo temor a la autonomía, el miedo a no "pertenecer".  
Existe una paradoja en la aceptación de la culpa inmerecida. Con mucha frecuencia, el resultado es la creación de una verdadera culpa. Si, por ejemplo, tengo miedo de afirmar mi derecho a existir o ser feliz, si carezco del coraje de ser honesto acerca del orgullo que siento por los éxitos que he obtenido o por el placer que me producen los beneficios de los que disfruto, entonces muy dentro de mi existe la incómoda sensación de la autotraición, la capitulación de la integridad, la aceptación de valores y normas que no respeto honestamente. Y cuando la autoestima está socavada, puedo comenzar a realizar acciones contrarias a los principios que realmente respeto. 
De la misma manera en que aceptar y expresar resentimiento puede acarrear la desaparición de lo que se denomina "culpa", un procedimiento similar con los sentimientos de orgullo y felicidad puede alejar remordimientos de conciencia que no tengan una verdadera razón de ser. Así como puede necesitarse coraje para ser coherente con respecto al resentimiento, también puede necesitarse esta cualidad para admitir sentimientos de orgullo y felicidad. Según mi experiencia, parece necesitarse más coraje para esto último que para lo primero. 

Nathaniel Branden

miércoles, 26 de diciembre de 2012

El problema de la culpa (III)


Sin negar que hay momentos en que las personas se sienten realmente culpables porque no han vivido de acuerdo con normas que ellas mismas respetan, un enorme porcentaje de lo que se suele llamar "culpa" resulta ser un disfraz de otros sentimientos que han sido ocultados, como en los ejemplos descritos. Cuando sospecho sobre la autenticidad de las declaraciones de culpa de una persona, suelo pedirle que complete la frase: "Lo bueno de sentirse culpable es que..." Las siguientes son las respuestas más frecuentes:

Lo bueno de sentirse culpable es que:
Me permite permanecer paralizado.
No tengo que hacer nada.
La gente siente pena por mí.
Prueba que soy una persona moral.
No tengo que cambiar.
Puedo sentirme superior a otras personas (que no tienen la integridad de sentirse culpables).
Puedo sentir pena por mí.
Puedo manipular a otras personas para que me digan que soy bueno.
Puedo dar la razón a mis padres.

La mayoría de estos finales de frase se explican por sí mismos. Quizá no ocurra esto con el último, que resulta sumamente importante.
Supongamos que, de pequeños, recibimos mensajes de nuestros padres acerca de que somos malos, por razones que pueden tener poco o nada que ver con nuestro verdadero comportamiento. Un "buen" niño es el que se adapta al punto de vista que los padres tienen de las cosas. De manera que, si un niño quiere ser bueno y se le dice que es malo, se genera una dolorosa paradoja. Veamos:

Quiero ser bueno.
Mis padres me dicen que soy malo.
Un buen niño no contradice a sus padres.
Entonces, para ser bueno hay que ser malo.
Si realmente tuviera que ser bueno, me volvería malo, ya que mis padres me dicen que no soy bueno y no está bien contradecirlos.
Si soy malo, soy bueno, ya que me adecuo al punto de vista que mis padres tienen de las cosas.
Por otro lado, si tuviera que ser bueno, me haría malo: desobediente e incumplidor. 

En otras palabras, si relaciono mi autoestima con la aprobación de mis padres y el precio de la aprobación es el cumplimiento, entonces terminaré persiguiendo la autoestima positiva aceptando la autoestima negativa. 
Este conflicto constituye uno de los problemas más comunes que pueden encontrarse entre los pacientes de psicoterapia. La solución, en principio, reside una vez más en aumentar la autonomía, cambiando las fuentes de autoestima de las señales externas a las internas, del juicio de los padres al propio, lo cual implica aprender a respetar el sí-mismo.
La dificultad con la que muchas personas se enfrentan cuando tratan de realizar esta mutación es el miedo a la soledad y la propia responsabilidad. Nunca superaron la noción infantil de que la relación con sus padres resulta esencial para la supervivencia. Tampoco descubrieron adecuadamente su propia capacidad para afrontar los desafíos de la vida. De modo consciente o subconsciente, siguen siendo niños. No tiene ninguna importancia que en realidad puedan haber demostrado ser más capaces de sobrevivir que sus padres. 
Así descrito, el problema puede parecer casi agobiante, lo cual es lamentable, ya que afrontarlo y superarlo puede describirse como una empresa heroica (si consideramos el coraje y la perseverancia criterios esenciales del heroísmo).
No maduramos negando o reprimiendo nuestros sentimientos de dependencia, sino aceptándolos, experimentándolos, para luego dejarlos atrás aprendiendo a escuchar y respetar nuestras señales internas –a pensar por nosotros mismos– y a dejarnos guiar por nuestras propias conclusiones. 

Nathaniel Branden


lunes, 24 de diciembre de 2012

¡Feliz Nochebuena y Día de Navidad!

haideé iglesias

El aliento de la paz inunda el corazón y nos aporta serenidad y comprensión profundas. La paz es el camino -.-

jueves, 20 de diciembre de 2012

El problema de la culpa (II)


Quizá la forma más leve de la culpa sea la experimentada por aquellas personas que, si bien pueden evitar reflexionar en demasía sobre sus relaciones, trabajo, valores y objetivos en general, no han violado conscientemente sus convicciones en gran medida, ni han intentado eludir la realidad y se imponen a lo que consideran irracional. Es posible que operen en un nivel de conciencia inferior al que podrían acceder, pero son más o menos honestos dentro de ese contexto. 
Los que si actúan en contra de sus convicciones morales suelen experimentar una mayor carga de culpa. Pero en esto debemos hacer una distinción importante. 
Hay personas que, si violan sus propios principios, sienten tanto culpa como ansiedad, pero, de hecho, no se sienten culpables "contundentemente". Están protegidas por el hecho de que tienen unas normas independientes que sostener y una integridad que mantener. Pueden sentir "no debí haber traicionado mis propias normas en este asunto", y seguir gozando de un nivel de autoestima considerable. 
La culpa tiende a ser más aguda y dolorosa para las personas cuya posición con respecto a los juicios morales es implícitamente autoritaria. No existe el sano recurso intrínseco de la comprensión racional o el juicio independiente que proteja a transgresores de sentimientos de desprecio esencial cuando desobedecen al prójimo que respetan. Experimentan sus ansiosos sentimientos de culpa como miedo a la desaprobación de ese prójimo. Este se percibe como la voz de la realidad objetiva que los llama a juicio. 
En la experiencia psicoterapéutica es tan importante el porcentaje de culpa que tiene que ver con la desaprobación o condena del prójimo respetado, como por ejemplo los padres, que no se recomienda jamás tomar las declaraciones de culpa al pie de la letra. Muchas veces, cuando una persona declara: "Me siento culpable por esto y aquello", lo que quiere decir y difícilmente reconoce es: "Tenía miedo de que mis padres me censuraran si se enteraban de lo que había hecho". A menudo comprobamos que la persona no reprueba realmente la acción. En estos casos, la solución del problema de la "culpa" reside en el coraje para escuchar la voz del sí-mismo; en otras palabras en una mayor autonomía. 
Por ejemplo, un hombre declara sentirse culpable de masturbarse porque sus padres le enseñaron que era pecaminoso. Algunas veces, el terapeuta resuelve el problema sustituyendo la autoridad de los padres del paciente por la propia y asegurando al hombre que la masturbación es una actividad perfectamente aceptable. Este tipo de solución habitual entre los terapeutas de tendencia fuertemente didáctica. Se parte de la suposición de que la culpa del hombre viene provocada por su equivocada idea acerca de la moralidad de la masturbación. Según mi experiencia, diría que ésta es la cortina de humo que esconde el problema. Este reside en la dependencia y temor de la autoafirmación, en la imposibilidad de respetar el sí-mismo. 
En algunas oportunidades, las declaraciones de culpa representa una cortina de humo de sentimientos de rencor sofocados. No fui capaz de satisfacer las expectativas o normas de otras personas. Tengo miedo de admitir que me siento intimidado por esas expectativas y normas. Tengo miedo de reconocer lo furioso que estoy por lo que se espera de mí. Entonces opto por convencerme y convencer a otros de que me siento culpable de no poder hacer lo que corresponde y, de esta manera, no tengo que temer comunicar mi resentimiento y exponer mi relación con los demás. 
Cuando se instruye al individuo que tiene este problema para que reconozca, experimente y exprese el resentimiento, la "culpa" tiende a desaparecer. 
En otras palabras, cuando llegamos a ser más honestos con respecto a nuestros propios sentimientos –otra forma de respetar el sí-mismo–, renunciamos a la necesidad de sentirnos "culpables". Al hacer esto, somos más libres para pensar claramente acerca de los valores y expectativas que posiblemente necesitemos desafiar. 

Nathaniel Branden

El problema de la culpa (I)


La esencia de la culpa, sea ésta importante o menor, radica en el remordimiento de conciencia moral: me he comportado mal habiendo tenido la posibilidad de no hacerlo. La culpa siempre contiene la implicación de elección y responsabilidad, independientemente de que seamos o no conscientes de ello. 
Hemos visto que, para un niño, la autocondena y la culpa pueden tener un valor de duración limitada si surgen para hacer le mundo del niño más inteligible y para ofrecer un cierto sentido de control sobre la vida. Puede persistir en la edad adulta la imperiosa necesidad de creer que el universo es "justo" y que las cosas terribles no les ocurren a las personas inocentes: por ejemplo, cuando las víctimas de persecuciones políticas se culpan a sí mismas, o se las alienta para que lo hagan, en vez de afrontar el hecho de que pueden ser marionetas indefensas en manos de fuerzas irresponsables y malintencionadas.
En la actualidad, existen ciertos cursos de control de la conciencia y supuestas disciplinas espirituales que enseñan que "somos responsables de todo lo que nos sucede" o que "somos los artífices de todo lo que nos ocurre". Apelan a la necesidad de sentirse bajo control, la necesidad de sentirse eficiente. Pero este punto de vista puede llevar a la conclusión de que un bebé de un año en un país en guerra es responsable de que le alcance una bomba. Lo increíble es que existen quienes no reniegan de esta deducción. 
Hace algunos años, participé en un debate con un renombrado psicólogo que insistía en que los niños que aún no han nacido son responsables de elegir a sus padres, lo cual le llevó a la conclusión de que el niño golpeado ha elegido torturadores. No encontró respuesta para la pregunta obvia: ¿los padres tuvieron alguna elección en la cuestión o estuvieron a la absoluta merced de la voluntad del niño no nacido? Lo cierto es que, con el fin de no corromper el concepto de responsabilidad necesitamos mantenerlo dentro de ciertos límites racionales. 
A menudo me encuentro, entre mis pacientes, con el problema de no saber definir estos límites. Un ser querido –marido, mujer, un hijo– muere en un accidente y, a pesar de que el paciente sabe que la idea es irracional, siente que "de alguna manera debería haberlo evitado". Algunas veces la culpa, en parte, es alimentada por el arrepentimiento de acciones ejecutadas o no ejecutadas mientras la persona vivía. Pero en el caso de las muertes que parecen carecer de sentido, como cuando muere alguien atropellado por un conductor imprudente o durante alguna operación menor, el superviviente puede experimentar la insoportable sensación de encontrarse fuera de control, de verse indefenso y a merced de un hecho que no tiene un significado racional. En un caso de este tipo, la autocondena o el remordimiento de conciencia pueden apaciguar la angustia y disminuir la sensación de impotencia. El superviviente piensa: "Si tan sólo hubiera hecho esto y lo otro  de un modo diferente, este terrible accidente no habría ocurrido". De este manera, la culpa explica la necesidad de eficacia otorgando una ilusión de eficacia. 
Algunas veces, esta misma forma de culpa inmerecida se produce después de un divorcio o problemas con los hijos. En estas situaciones, se puede pensar: "De alguna manera debí haber sabido cómo evitar esto; de alguna manera, debí haber sabido que hacer". Aún cuando no se tenga muy claro, cómo se podría haber actuado de otro modo y aún cuando puedan haber entrado en juego elementos decisivos ajenos al control personal del individuo atormentado.
No es infrecuente que este tipo de culpas aquejen también a personas con una alta autoestima, disminuyéndosela temporalmente. Pero cuando partimos de una baja autoestima, las culpas encuentran naturalmente terreno fértil donde desarrollarse, empeorando un autoconcepto ya deficiente de por sí. 
Lo enunciado en estos párrafos explica por qué, para proteger la autoestima, debemos comprender claramente los límites de la responsabilidad volitiva. Donde no hay control, no puede haber responsabilidad, y donde no hay responsabilidad, no cabe remordimiento de conciencia alguno, Pesar, si; culpa, no. 
Cuando no existe ni evasión, ni responsabilidad, ni violación consciente de la integridad, no hay fundamentos racionales para el sentimiento de culpa. Naturalmente, puede haber fundamentos para el dolor o el arrepentimiento por errores de juicio. Desde el punto de vista de la autoestima, esta distinción es de crucial importancia. 
El concepto del pecado original –de culpa en la que no existe la posibilidad de inocencia, ni de libertad de elección, ni otras alternativas– se contrapone a la autoestima por su propia naturaleza. Por lo tanto, resulta antihumano. 
El problema de la culpa puede tomar muchas formas. Consideremos las más frecuentes. 

Nathaniel Branden


lunes, 17 de diciembre de 2012

Armonización espontánea

haideé iglesias

Antaño había personas que vivían en lo esencial desconocido, su espíritu y su energía no fluían al exterior. Para ellos todo era paz, por lo que eran felices y permanecían sernos Las energías negativas no podían dañarles. 
En aquel entonces la mayoría de la gente eran salvajes. No distinguían el Este del Oeste. Erraban en busca de comida, luego tamborileaban en sus estómagos y jugaban después de haber comido. Sus relaciones estaban preñadas de armonía natural y se alimentaban de las bendiciones de la tierra. 
La cultura es una forma de unir a las gentes. Los sentimientos son comunicaciones internas con un impulso para la acción externa. Elimina los sentimientos mediante la cultura y perderás los sentimientos. Destruye la cultura por medio de los sentimientos y perderás la cultura.
Cuando la cultura es ordenada y los sentimientos se comunican, nos encontramos entonces en la cumbre del desarrollo humano.
Lo cual significa que tener una visión general es una virtud.

Cuando gobernaba la gente perfecta, la mente y el espíritu estaban en su sitio, el cuerpo y la naturaleza armonizaban. En tiempo de calma, absorbe virtud; en momentos de acción aplica la razón. Sigue la naturaleza tal cual es y se concentra en la evolución ineludible. Es claro y no está reglamentado, de modo que el mundo se armoniza espontáneamente, es sereno y carece de deseos, por lo que la gente es sencilla por naturaleza. No existe fortuna y por tanto tampoco desgracia; no existen luchas, pero las necesidades vitales son ampliamente satisfechas. Engloba toda la tierra y enriquece su posteridad, pero nadie sabe quién o qué lo ha hecho. 

El Tao de la política. Sobre el estado y la sociedad.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Zen y depresión. Muerte

La gente cree que sólo mueren los otros.
Se olvidan de que tarde o temprano ellos también lo harán...
Convierte la palabra "muerte" en el dueño de tu corazón, observándola y soltando todo lo demás.

El Buda denominó la muerte una de las principales formas de sufrimiento. Se refería no sólo al acto físico de morir, sino también al abandono de esta vida, con todos los placeres y alegrías, con sus relaciones y apegos. No sabemos lo que ocurre con nosotros después de la muerte, pero el pensar que dejaremos de existir como lo hacemos en este mundo resulta aterrador.
Tomar conciencia de la muerte nos recuerda la naturaleza preciosa de la vida, y por ello nos proporciona una perspectiva más cuerda respecto de los problemas de la vida que vivimos. No obstante, esa conciencia no aminora muestro miedo al hecho de que moriremos.
En la depresión nos hacemos intensamente conscientes de la muerte. En realidad, el pensamiento de la muerte parece estar siempre presente en nuestras mentes. Podemos penar en nuestra propia muerte bastante a menudo. En ocasiones incluso podemos desearla. También pensamos en las muertes de todas las personas, posesiones y relaciones que atesoramos. Nos hacemos extremadamente conscientes de la impermanencia de las cosas que nos rodean.
Y nuestra percepción es correcta. Esto mundo es impermanente. Todo nace y muere constantemente a nuestro alrededor.
Hay una historia acerca de una mujer a la que le murió un hijo en tiempos de Buda. Se acercó a éste con su hijo muerto pidiendo que devolviera la vida al niño. El Buda respondió que podría hacerlo si ella le traía una semilla de mostaza que le hubiese dado una familia que desconociese la muerte de un padre, de un hijo o amigo. Así que la mujer se dedicó a buscar ansiosamente la semilla de mostaza. Cuando regresó, con las manos vacías, se dio cuente de que no hay nadie que no se vea afectado por la muerte.
Cuando vemos muerte por todas partes durante nuestra depresión, no la estamos imaginando. Nuestra labor entonces es no darnos por vencidos por ello y –lo más importante– no ceder a la seducción de la muerte. Nuestra labor entonces es continuar viviendo con un corazón abierto, vivir el momento presente, con fe y coraje.
Todos nos sorprendemos cuando leemos una historia sobre dos personas que se enamoran y deciden casarse aunque uno de ellos padece una enfermedad terminal. Da la impresión de que arriesgarse a recorrer ese aterrador y doloroso viaje, de que para decidirse a amar a alguien de quien se sabe que durará poco junto a nosotros hace falta mucho amor y valentía. 
Y no obstante, ¿no es eso lo que ocurre con todas nuestras vidas? Seguimos adelante, incluso aunque nosotros también estemos aquí por un corto período de tiempo. Vivimos día a día  y amamos a otros frágiles seres humanos que también cuentas con un domino muy tenue de la vida. ¿Es que eso no requiere un gran coraje y amor?
Vivir en mido de la muerte resulta en realidad asombroso. Joseph Goldstein explica la historia de una monja que conoció en India., que salía a la calle y excavaba una cucharada de tierra al día. Él le preguntó qué estaba haciendo y ella replicó que era una tarea que le había encomendado su maestro: "Cada día excavo un poco más de mi propia tumba". Y Stephen Levine habla de un maestro que explicaba por qué podía apreciar la taza de té en la que bebía: "Para mí, esta taza de té ya está rota", decía.
Estas historias pueden resultarnos chocantes, pero son muy valiosas. La literatura budista –al igual que la literatura de otras religiones– está llena de historias de gente que empezaron a buscar respuestas a las grandes preguntas de la existencia tras un encuentro con la muerte. El mismo Buda empezó su propia búsqueda espiritual después de presenciar cómo llevaban un cadáver a su último lugar de descanso. Así que podemos decir que somos afortunados por estar deprimidos, porque tenemos la oportunidad de probar la muerte, de practicar la impermanencia, de ver la muerte claramente, tal como es.
La realidad de la muerte es una verdad dolorosa. Es lo que confiere a la vida ese gusto agridulce, el misterio. Pero así es como están las cosas, y mientras pasamos la depresión, durante un tiempo, tenemos la oportunidad de ver sin los anteojos que normalmente utilizamos. Contamos con la ocasión de realizar una elección consciente, de manera muy parecida a la persona que se casa con alguien que está muriendo. Aunque la vida acaba en la muerte para todos nosotros, podemos adelantarnos completamente en este mundo y vivirlo plenamente. Podemos tener presente en nuestras mentes y corazones la consciencia de que la muerte y la impermanencia es lo que confiere a la vida su inapreciable valor, su belleza.
Una antigua historia budista nos habla del gran maestro tibetano Marpak, cuyo hijo mayor había muerto. Sus estudiantes fueron a visitarle y le hallaron presa de gran consternación, sollozando y gimiendo. Conmocionados, le preguntaron: "Maestro, ¿cómo podéis llorar cuando nos habéis enseñado que todo es impermanencia e ilusión?".
"Si, es cierto –dijo–, y perder un hijo es la ilusión más dolorosa de todas."
No busquemos dejar de sentir pesar o tristeza. Más bien, lo que queremos es sentir todo lo que hay que sentir, y mantener abiertos nuestros corazones a pesar del dolor.
Amamos el mundo a pesar de que todo muere a nuestro alrededor. Porque también es cierto que todo está naciendo. La depresión nos ofrece la oportunidad de verlo con claridad. Podemos sentir pesar por las pérdidas, y podemos deleitarnos en un mundo que está constantemente recreándose a si mismo, con el brotar de las flores y el nacer de los niños. 

Exploración complementaria

Sentado tranquilamente, lleve su atención a la respiración. Sienta alzarse y descender el vientre mientras inspira y espira. 
Siga las inspiraciones y espiraciones durante unos minutos.
A continuación empiece a concentrarse en la espiración. Sienta cómo sale el aire y cómo se disuelve en el espacio que le rodea. Fíjese en la vacuidad de los pulmones y el vientre al final de cada respiración. Concéntrese en este espacio al final de cada espiración. Puede que se percate de que el ritmo cardíaco desciende durante la espiración. sobre todo en el tramo final. Fíjese también en si sus pensamientos y su mente se calman al final de la respiración. 
Se dice que la conciencia de la espiración puede ser como saborear ligeramente la muerte. Ponga toda su atención en cada espiración, como si fuese la última. Sienta cómo la respiración, los pensamientos y la energía salen de usted y se disuelven en el aire antes de iniciar el proceso de volver a la vida inspirando nuevamente. A continuación sienta el momento en que se ha desprendido de todo el aire, cuando los pulmones y el resto del cuerpo esperan el inicio de la siguiente inspiración. Continúe descansando en ese espacio al final de cada espiración. Continúe descansando en ese espacio al final de cada espiración, siéntase cómodo y familiarícese con él. ¿Podría sentirse como si esta espiración fuese la última?
¿Qué pensamientos y emociones surgen cuando practica la respiración concentrándose de esta manera? 
A continuación lleve su atención de nuevo al ciclo de inspirara y espirar. Fíjese en la inspiración, considérelo un acto deliberado, continuando el ciclo de la vida y la muerte con cada ciclo respiratorio.
Tras observar la respiración de esta manera, oriente lentamente la atención a las cosas que le rodean. Cuando se sienta preparado, levántese del asiento.
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Escriba su propia nota necrológica. ¿Cómo ha vivido? ¿Qué ha logrado en la vida? ¿En qué ha fracasado? ¿Qué dice la gente en su funeral? ¿Vivió una vida larga? ¿Se marchó antes de sentir que estaba listo para hacerlo?
Después de escribirla, tómese algo de tiempo para explorar cómo se siente tras hacerlo. ¿está triste o enfadado? ¿Es la primera vez que ha pensado de manera concreta en su propia muerte?
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En la depresión, pensar en el suicidio no es sólo algo muy común, sino casi inevitable. Normalmente pensamos:"Todo el mundo estaría mejor sin mi", o: "Si me muero nadie me echará de menos". Por lo general, esas frases no son ciertas.
Tómese algo de tiempo para pensar con realismo en los efectos que su suicidio tendría sobre los demás. Imagina cómo se sentirían las personas que le rodean si se quitase la vida hoy. Imagine a la gente encontrando su cuerpo, enterándose de la noticia de su muerte. Imagínese en su funeral.
Ahora imagine a esos mismos amigos, familiares y conocidos al cabo de tres meses, de seis, y tras dos años. ¿Cómo se sienten a causa de su muerte? ¿Qué efecto ha tenido eso en sus vidas? Si tiene hijos, piense en cómo se desarrollan sus vidas sin usted. Si está casado o tiene compañero o compañera, ¿qué le ha sucedido a esa persona? ¿Sigue existiendo un vacío en las vidas de sus amigos?
Ahora compare esa imagen con la de que nadie le echa de menos, que a todo el mundo le va mejor sin usted. ¿Cuál de las dos imágenes es más acertada?


Realizar la exploración sólo si te sientes cómodo haciéndola. Recomendación del propio autor.

(Extraído del libro "El camino del Zen para vencer la depresión". Autor Philip Martin)

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Acción sin mérito

haideé iglesias


El cristiano se halla, por lo visto, demasiado consciente de Dios, puesto que dice que vive, se mueve y es en El. El Zen quisiera borrar, dentro de lo posible, esta última huella de esta conciencia de Dios. De ahí que el maestro del Zen nos indique que no permanezcamos donde se encuentra Buda y que pasemos raudos a donde él no esté. Toda la formación, tanto práctica como teórica, de los monjes en el Zendô, está estructurada sobre el fundamento de la "acción sin mérito". Esta idea se recoge poéticamente en los siguientes versos: 

"La sombra del bambú cae sobre los peldaños de 
                                                                          piedra,
los acaricia, pero ni una sombra de polvo se levanta; 
En el fondo del estanque se refleja la luna,
mas el agua por sus rayos no se agita."

En resumen: el Zen es –lo cual se ha de acentuar sobremanera– un asunto de experiencia personal. Si hay algo en el mundo que se pueda calificar de experiencia pura, esto es el Zen. Ni una montaña de libros, ni un sin número de maestros hacen de un hombre maestro del Zen. La vida misma tiene que ser aprehendida en medio de su devenir, detenerla para estudiarla y analizarla equivale a matarla, y no nos queda más que un cadáver yerto en nuestros brazos. 

Daisetsu Teitaro Suzuki

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Los métodos

haideé iglesias

El único objetivo de todos los procedimientos ceremonias, máximas y expresiones del Zen es captar la atención del discípulo. Lo único que verdaderamente importa es la liberación, y nadie debería identificarse con los métodos utilizados. 

Maestro Yuanwu

martes, 4 de diciembre de 2012

Opción

haideé iglesias

La esencia de la grandeza consiste
en la capacidad de optar por la propia realización personal
en circunstancias en que otras personas optan por la locura.

Leído en un libro de Wayne W. Dyer: "Tus zonas erróneas"

domingo, 2 de diciembre de 2012

Descubrir puntos fuertes. Descubrir flaquezas. Y, todos iguales a uno

haideé iglesias

Permite que los individuos sigan su naturaleza, están seguros en sus moradas, vivan lo mejor que puedan y ejerzan sus capacidades. De este modo incluso los ignorantes descubrirán que tienen puntos fuertes, e incluso los inteligentes descubrirán flaquezas.

Los caballos no pueden utilzarse para llevar cargas pesadas; los bueyes no pueden utilizarse para atrapar lo que va rápido. El plomo no debe utilizarse para confeccionar espadas; el bronce no debe usarse para hacer arcos. El acero no es apropiado para construir barcos; la madera no es útil para hacer ollas. Empléalas apropiadamente, utilízalas donde corresponde y todas las cosas y los seres serán iguales a uno. 

El Tao de la política.
Sobre el estado y la sociedad.


viernes, 30 de noviembre de 2012

El arte de la paz XV


Practicar el arte de la paz te permite elevarte por encima de las alabanzas o denuestos, y te libera del apego a esto y aquello.

Morihei Ueshiba

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Zen y depresión. La vida curativa de la naturaleza


Medicina y enfermedad se curan entre sí. Toda la tierra es medicina. ¿Dónde te encuentras a ti mismo? 
Maestro Zen Ummon

El mundo natural es una casa espiritual... El hombre camina por allí a través de bosques de cosas físicas que también son espirituales, que le observan con miradas afectuosas..
Charles Baudelaire

La depresión es una fractura y una apertura de nuestro corazón. El agente de esa apertura es el mundo del yo, las relaciones y deberes, las ineludibles realidades de la vida humana. Como seres humanos necesitamos estar dispuestos a que nuestros corazones se rompan una y otra vez. 
¿Es eso suficiente? Porque también necesitamos hallar un lugar donde nuestros corazones puedan curarse una y otra vez. Necesitamos un lugar donde renovarnos para vivir de nuevo en el mundo con compasión y acción.
Pasaremos por periodos en los que querremos volver a cerrar nuestros corazones; pero una vez abierto, el corazón anhela permanecer abierto para siempre. Sólo puede volver a cerrarse empleando medidas drásticas, como puede ser insensibilizarnos, por ejemplo, mediante las drogas, o el trabajo obsesivo, o el sexo compulsivo.
Así pues, ¿dónde podemos hallar esa curación que nos permita permanecer vulnerables y abiertos, para permitir que nuestro corazón se rompa una y otra vez? La meditación y su silencio son uno de esos lugares, pero por lo menos existe otro diferente. Cuando el mundo nos ha partido el corazón, la tierra puede volver a curarlo.
La literatura zen es rica en referencias sobre la tierra y la naturaleza. A menudo como agente de realización y aprendizaje (cuando se le preguntó quién había presenciado su gran iluminación, el Buda toco la tierra con la mano). La mayoría de las enseñanzas de las grandes religiones del mundo muestran una reverencia similar hacia la tierra. En las enseñanzas de Jesús, por ejemplo, se trasluce ternura hacia los árboles, las plantas y las flores. Cuando Jesús necesitó curación y enseñanza para su espíritu, se fue solo al desierto. Y cuando san Francisco le pidió a un árbol que le hablase de Dios, éste floración en pleno invierno. 
En la depresión, podemos sentirnos tan solos que a menudo no podemos salir de nuestra habitación por no hablar de casa. No obstante, podemos hallar aceptación, amor y sanación en lugares tranquilos al exterior. Los pájaros no se preocupan de si estamos deprimidos y no nos juzgan. Si permanecemos tranquilos y quietos, se pasearán cerca de nosotros y nos ofrecerán cantos de esperanza y belleza, algo que está ausente de nuestra vida. La tierra nos sostendrá, y un árbol nos ofrecerá cobijo. Como dijo el Buda, la lluvia cae igual sobre todo el mundo y no hace distinciones entre iluminados y no iluminados. Tampoco el sol distingue entre depresión y alegría. 
Salir al mundo de esta manera también puede ayudarnos a ir más allá de nosotros mismos y nuestro dolor. Podemos, tal vez, empezar a ver y sentir la absoluta perfección de todas las cosas tal cual son. Si permanecemos sosegados, podemos incluso hallar las respuestas que necesitamos.
Cuando pasé por lo más negro de mi propia depresión, estuve algún tiempo a orillas del lago Superior. Trepé por la montaña baja que dominaba el lago. Encontré un saliente rocoso y me senté en meditación, realizando una plegaria silenciosa. Ni siquiera estaba seguro de lo que pedía o buscaba, pero supe que necesitaba algo. Me prometí a mí mismo que me sentaría y esperaría la respuesta.
Esta a finales de octubre y había bastante frío. Al cabo de casi una hora la fría piedra sobre la que me sentaba empezó a penetrar en mí., y entonces empezó a nevar. Esperé unos cuantos minutos más y decidí que la respuesta que aguardaba no había llegado. Así que decidí dejarlo y me dispuse a ponerme en pie.
Entonces sentó una súbita ráfaga de aire. Dos águilas pescadoras volaban justo pocos metros por encima de mí, tan cerca que pude oír el aleteo de sus plumas cuando sobrepasaron el risco y descendieron hacia el gran lago.
Jesús dijo que buscásemos y hallaríamos: que pidiésemos y se nos daría. En la vida sanadora de la naturaleza, la respuesta puede llegar incluso cuando se está a punto de abandonar.
Para mí, la respuesta de ese día fue: Deja de dar vueltas preguntando y buscando. Ríndete y permanece sosegado y verás los milagros que tienen lugar a tu alrededor. 

Exploración complementaria

Abra la puerta y salga fuera. Tanto si se dirige a su patio trasero como a la azotea de un edificio de pisos en medio de la ciudad o al bosque profundo, fíjese en la vida que se desarrolla a su alrededor. Escuche los sonidos, tanto se se trata del arrullo de palomas urbanas como de los graznidos de un halcón en campo abierto.
No trate de ignorar esos sonidos, sensaciones y emociones. Deje que le hablan, que le canten una gran canción, como si se tratase de una enorme conversación en la que toma parte todo el mundo.
Si puede, y se cuenta con la suficiente privacidad, trate de sentarse en meditación en ese lugar o en otro sitio al aire libre. No juzgue como molestias los sonidos y la actividad que tiene lugar a su alrededor. En lugar de eso, permita que sean los objetos de su atención; déjelos que fluyan a través de usted, dentro y fuera de la casa que es su yo.
Cuando haya acabado, inclínese ente ellos y agradézcales su música.

Realizar la exploración sólo si te sientes cómodo haciéndola. Recomendación del propio autor.

(Extraído del libro "El camino del Zen para vencer la depresión". Autor Philip Martin)

martes, 27 de noviembre de 2012

Ecuanimidad

haideé iglesias


La ecuanimidad es esa energía de precisión, claridad, firmeza y ánimo estable –que surge de la lucidez y el equilibrio– que nos enseña a no desfallecer, ni desesperar ni reaccionar con avidez u odio ante las situaciones y circunstancias vitales, aplicando la firmeza de mente tanto al encuentro como al desencuentro, al halago o al insulto, a la ganancia o a la pérdida, porque la persona ecuánime entiende que la vida está configurada por dualidades y que todos los fenómenos y eventos están girando y una veces nos placen y otras no, a veces nos son favorables y otras desfavorables, pero incluso los favorables ahora más adelante pueden ser desfavorables y viceversa. La ecuanimidad es el resultado de la sabiduría y la persona sabia es sosegada y ecuánime y no reacciona de manera extremada, por tanto, ni se entusiasma desmesuradamente ni se abate con facilidad. 

Ramiro Calle

Cuando desaparece la contaminación que perturba el entendimiento, surge la ecuanimidad. Así lo entiendo y siento. Es entonces que la intuición habla y/o actúa, no las opiniones, ni las creencias, ni los juicios que nacen de las mismas...  

viernes, 23 de noviembre de 2012

Morir antes de morir (II) y último


En la época en que leí mi tesis llevaba unos cinco años practicando meditación zen, de la que curiosamente, escuché hablar por vez primera en 1966, también en el MIT. Recuerdo que, un día en el que estaba particularmente mal debido, en parte, a lo que se me antojaba la guerra cínica y obscena en la que nos hallábamos inmersos en Vietnam, acerté a leer, mientras caminaba por uno de los  interminables pasillos pintados de dos tonalidades de verde del MIT, un folleto colgado de uno de los muchos tablones de anuncios titulado "Los tres pilares del zen".
El folleto anunciaba una conferencia de Phillip Kapleau, que había sido uno de los periodistas enviados al juicio de Nüremberg y luego había pasado varios años en Japón practicando zen. Kapleau había sido invitado por Huston Smith, que a la sazón era profesor de filosofía y religión en el MIT. Yo no tenía la  menor idea del zen ni de quiénes eran Kapleau y Huston Smith, pero por laguna razón acudí a la charla, que tuvo lugar a última hora de la tarde. 
Lo que más me sorprendió fue la escasa asistencia, puesto que, de una comunidad académica que albergaba a miles de estudiantes, sólo acudieron cinco o seis personas. Lo único que recuerdo de lo que dijo Kapleau es su comentario incidental del frío que pasó, ya que, según dijo, el monasterio japonés en el que comenzó a practicar carecía de calefacción central. Pero según parece, por más rigurosas y espartanas que fuesen las condiciones generales, su úlcera de estómago desapareció para siempre. No obstante, ésa fue la primera ocasión, independientemente de lo que dijese Kapleau, en que escuché a alguien hablando de forma convincente y con una experiencia de primera mano sobre la meditación y el dharma. Recuerdo haber tenido la sensación, cuando abandonaba la sala, de que acababa de entrar en contacto con algo muy importante. Así fue como empecé a sentarme por mi cuenta y riesgo. A los pocos días, Kapleau volvió para dirigir un retiro de fin de semana que movilizó mi entusiasmo y contribuyo muy positivamente a profundizar mi práctica. Cuando posteriormente publico su libro "Tres pilares del zen", lo devoré de cabo a rabo y me sirvió de guía para mi práctica de la sentada. 
Esa época fue para mí una especie de muerte que se vio acompañada por el descubrimiento de una nueva vida. Jalonó la revelación gradual de una nueva dimensión del impulso que originalmente me había orientado hacía el estudio de la ciencia y la biología, es decir, el impulso a investigar y comprender la naturaleza de la vida y la naturaleza de la realidad, pero no sólo en abstracto, sino también en el modo concreto en que se manifestaba en mi vida, en mi mente y en mis propias decisiones vitales. Así fue como asistí,aunque tan interesado como siempre en los descubrimiento realizados por la ciencia, a la lenta agonía del impulso a seguir el camino de la ciencia de laboratorio y a la emergencia de una motivación cada vez más fuerte que me llevaba a entenderme a mí mismo a través de la atención a las múltiples dimensiones de la vida. Entonces fue cuando empecé a considerar la vida como el más interesante de los laboratorios.
Recuerdo que, durante esa época, me impresionó la historia de Ramana Maharshi, uno de los más grandes sabios de la era moderna que, un buen día, siendo un joven estudiante de diecisiete años que carecía de todo entrenamiento e interés previo en la espiritualidad, se vio desbordado por una gran ansiedad con respecto a la muerte. Entonces decidió no resistirse y entregarse a esa situación preguntándose:"¿Qué es lo que muere?" Para ello se acostó, imaginó morir, dejó de respirar e imitó el rigor mortis.
Entonces fue cuando, según dice, experimentó la muerte permanente de su personalidad. Lo único que perduró fue la conciencia misma, a la que llamó Yo (con Y mayúscula) una expresión que, en su vocabulario, era sinónimo de identidad con Atman, con el Yo universal, con el Espíritu. A partir de entonces empezó a impartir el camino del autoconocimiento, el camino de la meditación sobre "¿Quién soy yo?". Las personas acudían, procedentes de todo el mundo, a su modesta ermita de Tiruvannamalai, ubicada en el sur de la India, para estar en su presencia, que irradiaba, en opinión de los presentes, amor, conciencia y una mente muy afilada, como un espejo, despojada de yo, con la que respondía a todas las preguntas que se le formulaban, por más ingenuas o profundas que pareciesen. Desde entonces, su serena sonrisa me contempla desde una fotografía ubicada frente a mi pupitre. 

Siempre, desde ese momento, he asociado la historia de Ramana a la postura del cadáver del yoga. Asumir deliberadamente la postura del cadáver, tendido de espaldas en el suelo, con los pies separados y los brazos a lo largo del cuerpo, pero sin mantener contacto con él, con las palmas de las manos abiertas y dirigidas hacía el techo o hacia el cielo, nos proporciona una excelente oportunidad para practicar la muerte antes de morir. Yaciendo en una inmovilidad que sólo se ve alterada por el flujo espontáneo y natural de la respiración, dejamos que el mundo sea y se despliegue tal y como lo haría en el caso de que hubiésemos muerto. Abandonados todos los apegos, muertos y sin nada a lo que aferrarnos, vemos, sentimos y sabemos que toda identificación es inútil y reconocemos que nuestros miedo son, en última instancia irrelevantes. Eso es lo único que sabemos y basta con ello.  Es por esto motivo que cualquiera que tenga interés en esta práctica, haría bien en preguntarse: "¿Quien muere?". "¿Quién hace yoga?". "¿Quién medita?"
Al morir al pasado, al morir al futuro, al morir al "yo", al morir a "mi" y al morir a "lo mío" sentimos, mientras permanecemos tumbados en la postura del cadáver, la esencia de la mente despojada de toda noción de identidad, de todo concepto y de todo pensamiento. Lo único que en tal caso perdura es esa potencialidad de la que emerge todo pensamiento y toda emoción, la sensación de que el conocimiento siempre está vivo aquí, en la atemporalidad del ahora. 
Cada día es un día perfecto para morir de este modo.
¿Está dispuesto?
¿A qué espera?

John Kabat-Zinn

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Morir antes de morir (I)



Cuando escribí mi tesis doctoral, quise transmitir una idea de la lucha existencial por la que estaba atravesando y de lo que liberadores que podían ser la meditación y el yoga. Por ello incluí, a modo de presentación, después de la página del título, la siguiente frase críptica, que ya he olvidado, por cierto de donde la saqué: "Si mueres antes de morir, cuando mueras no morirás". 
El panel de profesores ante el que tuve que leer mi tesis estaba compuesto por seis hombres y una mujer muy creativos, todos de entre cincuenta y sesenta años. Eran auténticas lumbreras del campo de la biología molecular pertenecientes, en su mayoría, a la prestigiosa National Academy of Sciences, y el director de mi tesis, Salvador Luria, había recibido, en colaboración con el físico Max Delbrück, el Premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1969 por su imaginativa demostración estadística, realizada varias décadas atrás, de la naturaleza espontánea y azarosa de las mutaciones bacterianas.  
Lo que más me sorprendió fue que, durante la primera parte de la presentación de mi tesis, mis examinadores no centraron tanto la atención en el contenido y en la investigación experimental en que se sustentaba como en el significado del aforismo con el que la encabecé. Algunos de los presentes empezaron entonces a formularme preguntas al respecto con la expectativa, quizás, de que tuviera la ocasión de soltarme antes de enfrascarme en la defensa de mi tesis, pero una cuestión llevó a otra y lo cierto es que todas sus preguntas parecían expresar una curiosidad genuina. Estaba claro que querían saber lo que significaba y por qué la había incluido en mi tesis. Así fue como expliqué que, en mi opinión, la expresión "morir antes de morir" se refería a la muerte de la identificación con una visión estrecha de la vida que gira en torno al ego centrado en sí mismo, el ego constructor de historias y de las lentes dudosamente exactas a través de las cuales lo contemplamos todo dentro del contexto de nuestros hábitos más preciados, que, por más que nos resistamos a admitirlo, nos atribuyen el desproporcionado papel de centro indiscutible del universo. 
Por ello morir antes de morir significa despertar a una realidad que trasciende la visión estrecha propia del ego y de sus preocupaciones, una realidad que sólo es reconocible a través de nuestras limitadas ideas y opiniones y de nuestras preferencias y aversiones condicionadas, sobre todo de aquellos que asumimos de manera inconsciente. Significa tornarse consciente, pero no en el sentido del conocimiento intelectual, sino en el que sentir y recordar directamente la naturaleza fugaz y esencialmente impersonal de la vida y de nuestras relaciones. Dentro de tal marco de referencia, podemos elegir, de manera bastante deliberada, vivir fuera de la rutina automática en la que suelen sumirnos las ambiciones y los miedos mezquinos que nos impiden advertir (aún como biólogos) la belleza y el misterio de la vida y contemplar más creativamente (aún como científicos) la naturaleza profunda de las cosas, más allá de las apariencias e historias superficiales que, al respecto, nos contamos. 
La verdad es que no puedo recordar literalmente lo que dije, pero en esencia mis comentarios fueron más o menos los siguientes.
Lo cierto –proseguí– es que, si llevamos una vida despierta mientras estamos vivos y observamos la energía empleada por el ego para construirse de continuo sin dejarnos atrapar por él, nos daremos cuenta de que esa omnipresente referencia es un constructo impreciso y vacío que, estrictamente hablando, no hay yo alguno que muera. Lo único que muere cuando morimos antes de morir es el concepto de un"yo" especial, concreto y aislado. Quien comprende esto, comprende también la inexistencia (excepto como pensamiento mental) de la muerte y advierte que tampoco hay nadie que muera. Ése es, precisamente, el motivo por el cual el Buda se refirió a la liberación como "la inmortalidad".
Estoy seguro de que, a mis veintisiete años, respondí a su interrogatorio con una gran sinceridad, pero también, retrospectivamente considerado, con una seriedad y una confianza en mí mismo que coqueteaba, cuando no caía de lleno, en la arrogancia. Dadas las circunstancias, corrí el peligro de identificarme con la visión que tan decididamente acababa de exponer. De algún modo, la experiencia me había llevado a descubrir algo que trascendía las fronteras de la realidad consensual y que, por tanto, se hallaba más allá (o, al menos, así lo pensaba) del objetivo que ese día nos había congregado. Y, del mismo modo, la experiencia con la meditación y el yoga había desarrollado en mí la pasión por las posibilidades reveladas por esas disciplinas, sin darme cuenta de que se trata también de un dominio que trasciende las fronteras de la ciencia. En cualquiera de los casos, la meditación y el yoga se hallan mucho más allá del ámbito de la biología molecular y del tema de mi tesis. 
Quizás esperaba que la explicación del significado de esa cita de apertura me sugiriese algo que pudiera entender mis mentores. Quizás ése fue uno de los motivos inconscientes que me llevaron a incluir ese aforismo, aunque también era muy consciente de que atravesar ese pasaje de mi formación implicaba una suerte de muerte y resurrección. Estaba ahí para recordarme (¿no les parece un término muy interesante?) todos los esfuerzos y tribulaciones que había debido realizar para concluir ese trabajo y para recordarme también la necesidad de no aferrarme y de morir a él. 
Lo cierto es que se trataba de un debate filosófico bastante inusual dentro del contexto de la lectura de una tesis doctoral del departamento de biología del MIT. Mis interlocutores estaban interesados y querían hablar de lo que más les había sorprendido ya que,  por lo que sabía –y lo sabía muy bien–, eran básicamente racionalistas. Yo lo atribuí al hecho de que tenían una edad en la que ya habían realizado su principal contribución al mundo de la ciencia y estaban cobrando una mayor conciencia de su envejecimiento y, por ello mismo, de su mortalidad. De algún modo, esta misteriosa frase poética sobre morir antes de morir y el hecho de que sirviese de introducción a un trabajo realizado por un alumno que todos conocían muy bien despertó su interés y quizás también sus egos. Supongo que ya habrían decidido que la tesis merecía el aprobado, de modo que podían estar algo más relajados de lo normal y prestar atención a algo ajeno al tema que ese día les había congregado. 
No cabe la menor duda, aunque no recuerdo el contenido concreto de nuestra conversación, de que debió darse en un clima de amabilidad y tolerancia. Y aunque escuchasen con cierto escepticismo algunas de mis respuestas, sus preguntas evidenciaban un auténtico interés por el tema de morir antes de morir. Finalmente acabamos adentrándonos en la lectura de la tesis. 

Eso ocurrió en 1971. Hoy, más de treinta años después, Salva Luria ha muerto y yo soy mayor que cualquiera de los entonces presentes. La relación que mantenía con Salva era afectuosa y profunda, pero estaba teñida de una cualidad, semejante a la que un padre severo mantiene con un hijo rebelde, marcada por su perplejidad y desaprobación por el rumbo que está tomando mi vida. Lo cierto es que, en muchas ocasiones, yo le sacaba –por razones ciertamente muy comprensibles– de sus casillas. Años más tarde, sin embargo, se prestó generosamente a leer el manuscrito de "Vivir con plenitud las crisis" (en respuesta a una crítica que le solicité y me aconsejó el modo de mejorarlo) y finalmente, después de haber sido diagnosticado de cáncer, me pidió que le enseñara a meditar. Con ese objetivo nos reunimos unas cuantas veces en su casa (ya que, en esa época, vivíamos a unas pocas manzanas) el mismo año en que murió, pero, por lo que recuerdo, no era algo que le entusiasmase ni tampoco le resultaba intuitivamente muy comprensible. Así fue como, en mi camino de regreso desde el trabajo, me detenía de vez en cuando en su casa para ver cómo estaba y entre nosotros acabó entablándose una relación marcada por la ternura. 
Tardé treinta años en darme cuenta de que, en la época de la lectura de mi tesis, mi comprensión, aún estando asentada en la práctica y en la experiencia, era fundamentalmente conceptual. Es cierto que se trataba de conceptos muy interesantes, positivos y útiles que me ayudaron a enfrentarme y soportar los desgarros existenciales que, en esa época, tuve que experimentar, pero no por ello dejaban de ser meros conceptos. Con el paso del tiempo, esa muerte antes de morir demostró ser más exigente que lo que entonces creía y mucho más profunda también que cualquier otra cosa que anteriormente hubiera experimentado.
¿Pueden creerse que, en ese sentido, las cosas siguen más o menos igual? Y es que cuanto más se aproxima uno al horizonte, más claro resulta que éste siempre está retrocediendo. El horizonte no es un lugar al que pueda llegarse. Siempre parece haber algún aspecto que se aferra tenazmente a su propia historia del "yo", del "mi" o del "mío". No hay ninguna práctica meditativa ni visión "espiritual" que nos garantice la inmunidad al apego o, lo que es lo mismo, a la ilusión. Con mucha frecuencia, uno cambia simplemente de hábitos y pasa a identificarse con otro tipo de conceptos y de fantasías. En este sentido, las comunidades espirituales comportan un riesgo muy concreto, la creencia del ego satisfecho de que su práctica es la mejor, de que su visión es la más sabia, de que su tradición y sus maestros son los mejores, etc. Ésas es una trampa en la que solemos caer con mucha facilidad y de la que también resulta muy difícil escapar. 
El reto, desde mi perspectiva actual, consiste en advertir la emergencia de cualquier historia de ese tipo, por más sutil que ésta sea, y reconocerla, sea cual sea nuestra práctica concreta, como lo que es, como una simple construcción de la mente. Y ello independientemente de que consigamos eludir esa trampa o de que nos quedemos atrapados en ella. En el mismo instante en que descansemos en la conciencia, la muerte ya ha sucedido y el conocimiento de tal momento trasciende las palabras y los conceptos, por más significativos y valiosos que éstos puedan ser. A partir de ese momento, las palabras y los conceptos se tornan poderosos, porque uno sabe cuándo debe usarlos y cuándo, por el contrario, abandonarlos. 

*
Si no has experimentado la muerte
y, de ese modo, crecido, 
no serás más que un triste huésped
en la tierra oscura. 

Ghethe
"El anhelo sagrado"

John Kabat-Zinn
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