viernes, 30 de noviembre de 2012

El arte de la paz XV


Practicar el arte de la paz te permite elevarte por encima de las alabanzas o denuestos, y te libera del apego a esto y aquello.

Morihei Ueshiba

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Zen y depresión. La vida curativa de la naturaleza


Medicina y enfermedad se curan entre sí. Toda la tierra es medicina. ¿Dónde te encuentras a ti mismo? 
Maestro Zen Ummon

El mundo natural es una casa espiritual... El hombre camina por allí a través de bosques de cosas físicas que también son espirituales, que le observan con miradas afectuosas..
Charles Baudelaire

La depresión es una fractura y una apertura de nuestro corazón. El agente de esa apertura es el mundo del yo, las relaciones y deberes, las ineludibles realidades de la vida humana. Como seres humanos necesitamos estar dispuestos a que nuestros corazones se rompan una y otra vez. 
¿Es eso suficiente? Porque también necesitamos hallar un lugar donde nuestros corazones puedan curarse una y otra vez. Necesitamos un lugar donde renovarnos para vivir de nuevo en el mundo con compasión y acción.
Pasaremos por periodos en los que querremos volver a cerrar nuestros corazones; pero una vez abierto, el corazón anhela permanecer abierto para siempre. Sólo puede volver a cerrarse empleando medidas drásticas, como puede ser insensibilizarnos, por ejemplo, mediante las drogas, o el trabajo obsesivo, o el sexo compulsivo.
Así pues, ¿dónde podemos hallar esa curación que nos permita permanecer vulnerables y abiertos, para permitir que nuestro corazón se rompa una y otra vez? La meditación y su silencio son uno de esos lugares, pero por lo menos existe otro diferente. Cuando el mundo nos ha partido el corazón, la tierra puede volver a curarlo.
La literatura zen es rica en referencias sobre la tierra y la naturaleza. A menudo como agente de realización y aprendizaje (cuando se le preguntó quién había presenciado su gran iluminación, el Buda toco la tierra con la mano). La mayoría de las enseñanzas de las grandes religiones del mundo muestran una reverencia similar hacia la tierra. En las enseñanzas de Jesús, por ejemplo, se trasluce ternura hacia los árboles, las plantas y las flores. Cuando Jesús necesitó curación y enseñanza para su espíritu, se fue solo al desierto. Y cuando san Francisco le pidió a un árbol que le hablase de Dios, éste floración en pleno invierno. 
En la depresión, podemos sentirnos tan solos que a menudo no podemos salir de nuestra habitación por no hablar de casa. No obstante, podemos hallar aceptación, amor y sanación en lugares tranquilos al exterior. Los pájaros no se preocupan de si estamos deprimidos y no nos juzgan. Si permanecemos tranquilos y quietos, se pasearán cerca de nosotros y nos ofrecerán cantos de esperanza y belleza, algo que está ausente de nuestra vida. La tierra nos sostendrá, y un árbol nos ofrecerá cobijo. Como dijo el Buda, la lluvia cae igual sobre todo el mundo y no hace distinciones entre iluminados y no iluminados. Tampoco el sol distingue entre depresión y alegría. 
Salir al mundo de esta manera también puede ayudarnos a ir más allá de nosotros mismos y nuestro dolor. Podemos, tal vez, empezar a ver y sentir la absoluta perfección de todas las cosas tal cual son. Si permanecemos sosegados, podemos incluso hallar las respuestas que necesitamos.
Cuando pasé por lo más negro de mi propia depresión, estuve algún tiempo a orillas del lago Superior. Trepé por la montaña baja que dominaba el lago. Encontré un saliente rocoso y me senté en meditación, realizando una plegaria silenciosa. Ni siquiera estaba seguro de lo que pedía o buscaba, pero supe que necesitaba algo. Me prometí a mí mismo que me sentaría y esperaría la respuesta.
Esta a finales de octubre y había bastante frío. Al cabo de casi una hora la fría piedra sobre la que me sentaba empezó a penetrar en mí., y entonces empezó a nevar. Esperé unos cuantos minutos más y decidí que la respuesta que aguardaba no había llegado. Así que decidí dejarlo y me dispuse a ponerme en pie.
Entonces sentó una súbita ráfaga de aire. Dos águilas pescadoras volaban justo pocos metros por encima de mí, tan cerca que pude oír el aleteo de sus plumas cuando sobrepasaron el risco y descendieron hacia el gran lago.
Jesús dijo que buscásemos y hallaríamos: que pidiésemos y se nos daría. En la vida sanadora de la naturaleza, la respuesta puede llegar incluso cuando se está a punto de abandonar.
Para mí, la respuesta de ese día fue: Deja de dar vueltas preguntando y buscando. Ríndete y permanece sosegado y verás los milagros que tienen lugar a tu alrededor. 

Exploración complementaria

Abra la puerta y salga fuera. Tanto si se dirige a su patio trasero como a la azotea de un edificio de pisos en medio de la ciudad o al bosque profundo, fíjese en la vida que se desarrolla a su alrededor. Escuche los sonidos, tanto se se trata del arrullo de palomas urbanas como de los graznidos de un halcón en campo abierto.
No trate de ignorar esos sonidos, sensaciones y emociones. Deje que le hablan, que le canten una gran canción, como si se tratase de una enorme conversación en la que toma parte todo el mundo.
Si puede, y se cuenta con la suficiente privacidad, trate de sentarse en meditación en ese lugar o en otro sitio al aire libre. No juzgue como molestias los sonidos y la actividad que tiene lugar a su alrededor. En lugar de eso, permita que sean los objetos de su atención; déjelos que fluyan a través de usted, dentro y fuera de la casa que es su yo.
Cuando haya acabado, inclínese ente ellos y agradézcales su música.

Realizar la exploración sólo si te sientes cómodo haciéndola. Recomendación del propio autor.

(Extraído del libro "El camino del Zen para vencer la depresión". Autor Philip Martin)

martes, 27 de noviembre de 2012

Ecuanimidad

haideé iglesias


La ecuanimidad es esa energía de precisión, claridad, firmeza y ánimo estable –que surge de la lucidez y el equilibrio– que nos enseña a no desfallecer, ni desesperar ni reaccionar con avidez u odio ante las situaciones y circunstancias vitales, aplicando la firmeza de mente tanto al encuentro como al desencuentro, al halago o al insulto, a la ganancia o a la pérdida, porque la persona ecuánime entiende que la vida está configurada por dualidades y que todos los fenómenos y eventos están girando y una veces nos placen y otras no, a veces nos son favorables y otras desfavorables, pero incluso los favorables ahora más adelante pueden ser desfavorables y viceversa. La ecuanimidad es el resultado de la sabiduría y la persona sabia es sosegada y ecuánime y no reacciona de manera extremada, por tanto, ni se entusiasma desmesuradamente ni se abate con facilidad. 

Ramiro Calle

Cuando desaparece la contaminación que perturba el entendimiento, surge la ecuanimidad. Así lo entiendo y siento. Es entonces que la intuición habla y/o actúa, no las opiniones, ni las creencias, ni los juicios que nacen de las mismas...  

viernes, 23 de noviembre de 2012

Morir antes de morir (II) y último


En la época en que leí mi tesis llevaba unos cinco años practicando meditación zen, de la que curiosamente, escuché hablar por vez primera en 1966, también en el MIT. Recuerdo que, un día en el que estaba particularmente mal debido, en parte, a lo que se me antojaba la guerra cínica y obscena en la que nos hallábamos inmersos en Vietnam, acerté a leer, mientras caminaba por uno de los  interminables pasillos pintados de dos tonalidades de verde del MIT, un folleto colgado de uno de los muchos tablones de anuncios titulado "Los tres pilares del zen".
El folleto anunciaba una conferencia de Phillip Kapleau, que había sido uno de los periodistas enviados al juicio de Nüremberg y luego había pasado varios años en Japón practicando zen. Kapleau había sido invitado por Huston Smith, que a la sazón era profesor de filosofía y religión en el MIT. Yo no tenía la  menor idea del zen ni de quiénes eran Kapleau y Huston Smith, pero por laguna razón acudí a la charla, que tuvo lugar a última hora de la tarde. 
Lo que más me sorprendió fue la escasa asistencia, puesto que, de una comunidad académica que albergaba a miles de estudiantes, sólo acudieron cinco o seis personas. Lo único que recuerdo de lo que dijo Kapleau es su comentario incidental del frío que pasó, ya que, según dijo, el monasterio japonés en el que comenzó a practicar carecía de calefacción central. Pero según parece, por más rigurosas y espartanas que fuesen las condiciones generales, su úlcera de estómago desapareció para siempre. No obstante, ésa fue la primera ocasión, independientemente de lo que dijese Kapleau, en que escuché a alguien hablando de forma convincente y con una experiencia de primera mano sobre la meditación y el dharma. Recuerdo haber tenido la sensación, cuando abandonaba la sala, de que acababa de entrar en contacto con algo muy importante. Así fue como empecé a sentarme por mi cuenta y riesgo. A los pocos días, Kapleau volvió para dirigir un retiro de fin de semana que movilizó mi entusiasmo y contribuyo muy positivamente a profundizar mi práctica. Cuando posteriormente publico su libro "Tres pilares del zen", lo devoré de cabo a rabo y me sirvió de guía para mi práctica de la sentada. 
Esa época fue para mí una especie de muerte que se vio acompañada por el descubrimiento de una nueva vida. Jalonó la revelación gradual de una nueva dimensión del impulso que originalmente me había orientado hacía el estudio de la ciencia y la biología, es decir, el impulso a investigar y comprender la naturaleza de la vida y la naturaleza de la realidad, pero no sólo en abstracto, sino también en el modo concreto en que se manifestaba en mi vida, en mi mente y en mis propias decisiones vitales. Así fue como asistí,aunque tan interesado como siempre en los descubrimiento realizados por la ciencia, a la lenta agonía del impulso a seguir el camino de la ciencia de laboratorio y a la emergencia de una motivación cada vez más fuerte que me llevaba a entenderme a mí mismo a través de la atención a las múltiples dimensiones de la vida. Entonces fue cuando empecé a considerar la vida como el más interesante de los laboratorios.
Recuerdo que, durante esa época, me impresionó la historia de Ramana Maharshi, uno de los más grandes sabios de la era moderna que, un buen día, siendo un joven estudiante de diecisiete años que carecía de todo entrenamiento e interés previo en la espiritualidad, se vio desbordado por una gran ansiedad con respecto a la muerte. Entonces decidió no resistirse y entregarse a esa situación preguntándose:"¿Qué es lo que muere?" Para ello se acostó, imaginó morir, dejó de respirar e imitó el rigor mortis.
Entonces fue cuando, según dice, experimentó la muerte permanente de su personalidad. Lo único que perduró fue la conciencia misma, a la que llamó Yo (con Y mayúscula) una expresión que, en su vocabulario, era sinónimo de identidad con Atman, con el Yo universal, con el Espíritu. A partir de entonces empezó a impartir el camino del autoconocimiento, el camino de la meditación sobre "¿Quién soy yo?". Las personas acudían, procedentes de todo el mundo, a su modesta ermita de Tiruvannamalai, ubicada en el sur de la India, para estar en su presencia, que irradiaba, en opinión de los presentes, amor, conciencia y una mente muy afilada, como un espejo, despojada de yo, con la que respondía a todas las preguntas que se le formulaban, por más ingenuas o profundas que pareciesen. Desde entonces, su serena sonrisa me contempla desde una fotografía ubicada frente a mi pupitre. 

Siempre, desde ese momento, he asociado la historia de Ramana a la postura del cadáver del yoga. Asumir deliberadamente la postura del cadáver, tendido de espaldas en el suelo, con los pies separados y los brazos a lo largo del cuerpo, pero sin mantener contacto con él, con las palmas de las manos abiertas y dirigidas hacía el techo o hacia el cielo, nos proporciona una excelente oportunidad para practicar la muerte antes de morir. Yaciendo en una inmovilidad que sólo se ve alterada por el flujo espontáneo y natural de la respiración, dejamos que el mundo sea y se despliegue tal y como lo haría en el caso de que hubiésemos muerto. Abandonados todos los apegos, muertos y sin nada a lo que aferrarnos, vemos, sentimos y sabemos que toda identificación es inútil y reconocemos que nuestros miedo son, en última instancia irrelevantes. Eso es lo único que sabemos y basta con ello.  Es por esto motivo que cualquiera que tenga interés en esta práctica, haría bien en preguntarse: "¿Quien muere?". "¿Quién hace yoga?". "¿Quién medita?"
Al morir al pasado, al morir al futuro, al morir al "yo", al morir a "mi" y al morir a "lo mío" sentimos, mientras permanecemos tumbados en la postura del cadáver, la esencia de la mente despojada de toda noción de identidad, de todo concepto y de todo pensamiento. Lo único que en tal caso perdura es esa potencialidad de la que emerge todo pensamiento y toda emoción, la sensación de que el conocimiento siempre está vivo aquí, en la atemporalidad del ahora. 
Cada día es un día perfecto para morir de este modo.
¿Está dispuesto?
¿A qué espera?

John Kabat-Zinn

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Morir antes de morir (I)



Cuando escribí mi tesis doctoral, quise transmitir una idea de la lucha existencial por la que estaba atravesando y de lo que liberadores que podían ser la meditación y el yoga. Por ello incluí, a modo de presentación, después de la página del título, la siguiente frase críptica, que ya he olvidado, por cierto de donde la saqué: "Si mueres antes de morir, cuando mueras no morirás". 
El panel de profesores ante el que tuve que leer mi tesis estaba compuesto por seis hombres y una mujer muy creativos, todos de entre cincuenta y sesenta años. Eran auténticas lumbreras del campo de la biología molecular pertenecientes, en su mayoría, a la prestigiosa National Academy of Sciences, y el director de mi tesis, Salvador Luria, había recibido, en colaboración con el físico Max Delbrück, el Premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1969 por su imaginativa demostración estadística, realizada varias décadas atrás, de la naturaleza espontánea y azarosa de las mutaciones bacterianas.  
Lo que más me sorprendió fue que, durante la primera parte de la presentación de mi tesis, mis examinadores no centraron tanto la atención en el contenido y en la investigación experimental en que se sustentaba como en el significado del aforismo con el que la encabecé. Algunos de los presentes empezaron entonces a formularme preguntas al respecto con la expectativa, quizás, de que tuviera la ocasión de soltarme antes de enfrascarme en la defensa de mi tesis, pero una cuestión llevó a otra y lo cierto es que todas sus preguntas parecían expresar una curiosidad genuina. Estaba claro que querían saber lo que significaba y por qué la había incluido en mi tesis. Así fue como expliqué que, en mi opinión, la expresión "morir antes de morir" se refería a la muerte de la identificación con una visión estrecha de la vida que gira en torno al ego centrado en sí mismo, el ego constructor de historias y de las lentes dudosamente exactas a través de las cuales lo contemplamos todo dentro del contexto de nuestros hábitos más preciados, que, por más que nos resistamos a admitirlo, nos atribuyen el desproporcionado papel de centro indiscutible del universo. 
Por ello morir antes de morir significa despertar a una realidad que trasciende la visión estrecha propia del ego y de sus preocupaciones, una realidad que sólo es reconocible a través de nuestras limitadas ideas y opiniones y de nuestras preferencias y aversiones condicionadas, sobre todo de aquellos que asumimos de manera inconsciente. Significa tornarse consciente, pero no en el sentido del conocimiento intelectual, sino en el que sentir y recordar directamente la naturaleza fugaz y esencialmente impersonal de la vida y de nuestras relaciones. Dentro de tal marco de referencia, podemos elegir, de manera bastante deliberada, vivir fuera de la rutina automática en la que suelen sumirnos las ambiciones y los miedos mezquinos que nos impiden advertir (aún como biólogos) la belleza y el misterio de la vida y contemplar más creativamente (aún como científicos) la naturaleza profunda de las cosas, más allá de las apariencias e historias superficiales que, al respecto, nos contamos. 
La verdad es que no puedo recordar literalmente lo que dije, pero en esencia mis comentarios fueron más o menos los siguientes.
Lo cierto –proseguí– es que, si llevamos una vida despierta mientras estamos vivos y observamos la energía empleada por el ego para construirse de continuo sin dejarnos atrapar por él, nos daremos cuenta de que esa omnipresente referencia es un constructo impreciso y vacío que, estrictamente hablando, no hay yo alguno que muera. Lo único que muere cuando morimos antes de morir es el concepto de un"yo" especial, concreto y aislado. Quien comprende esto, comprende también la inexistencia (excepto como pensamiento mental) de la muerte y advierte que tampoco hay nadie que muera. Ése es, precisamente, el motivo por el cual el Buda se refirió a la liberación como "la inmortalidad".
Estoy seguro de que, a mis veintisiete años, respondí a su interrogatorio con una gran sinceridad, pero también, retrospectivamente considerado, con una seriedad y una confianza en mí mismo que coqueteaba, cuando no caía de lleno, en la arrogancia. Dadas las circunstancias, corrí el peligro de identificarme con la visión que tan decididamente acababa de exponer. De algún modo, la experiencia me había llevado a descubrir algo que trascendía las fronteras de la realidad consensual y que, por tanto, se hallaba más allá (o, al menos, así lo pensaba) del objetivo que ese día nos había congregado. Y, del mismo modo, la experiencia con la meditación y el yoga había desarrollado en mí la pasión por las posibilidades reveladas por esas disciplinas, sin darme cuenta de que se trata también de un dominio que trasciende las fronteras de la ciencia. En cualquiera de los casos, la meditación y el yoga se hallan mucho más allá del ámbito de la biología molecular y del tema de mi tesis. 
Quizás esperaba que la explicación del significado de esa cita de apertura me sugiriese algo que pudiera entender mis mentores. Quizás ése fue uno de los motivos inconscientes que me llevaron a incluir ese aforismo, aunque también era muy consciente de que atravesar ese pasaje de mi formación implicaba una suerte de muerte y resurrección. Estaba ahí para recordarme (¿no les parece un término muy interesante?) todos los esfuerzos y tribulaciones que había debido realizar para concluir ese trabajo y para recordarme también la necesidad de no aferrarme y de morir a él. 
Lo cierto es que se trataba de un debate filosófico bastante inusual dentro del contexto de la lectura de una tesis doctoral del departamento de biología del MIT. Mis interlocutores estaban interesados y querían hablar de lo que más les había sorprendido ya que,  por lo que sabía –y lo sabía muy bien–, eran básicamente racionalistas. Yo lo atribuí al hecho de que tenían una edad en la que ya habían realizado su principal contribución al mundo de la ciencia y estaban cobrando una mayor conciencia de su envejecimiento y, por ello mismo, de su mortalidad. De algún modo, esta misteriosa frase poética sobre morir antes de morir y el hecho de que sirviese de introducción a un trabajo realizado por un alumno que todos conocían muy bien despertó su interés y quizás también sus egos. Supongo que ya habrían decidido que la tesis merecía el aprobado, de modo que podían estar algo más relajados de lo normal y prestar atención a algo ajeno al tema que ese día les había congregado. 
No cabe la menor duda, aunque no recuerdo el contenido concreto de nuestra conversación, de que debió darse en un clima de amabilidad y tolerancia. Y aunque escuchasen con cierto escepticismo algunas de mis respuestas, sus preguntas evidenciaban un auténtico interés por el tema de morir antes de morir. Finalmente acabamos adentrándonos en la lectura de la tesis. 

Eso ocurrió en 1971. Hoy, más de treinta años después, Salva Luria ha muerto y yo soy mayor que cualquiera de los entonces presentes. La relación que mantenía con Salva era afectuosa y profunda, pero estaba teñida de una cualidad, semejante a la que un padre severo mantiene con un hijo rebelde, marcada por su perplejidad y desaprobación por el rumbo que está tomando mi vida. Lo cierto es que, en muchas ocasiones, yo le sacaba –por razones ciertamente muy comprensibles– de sus casillas. Años más tarde, sin embargo, se prestó generosamente a leer el manuscrito de "Vivir con plenitud las crisis" (en respuesta a una crítica que le solicité y me aconsejó el modo de mejorarlo) y finalmente, después de haber sido diagnosticado de cáncer, me pidió que le enseñara a meditar. Con ese objetivo nos reunimos unas cuantas veces en su casa (ya que, en esa época, vivíamos a unas pocas manzanas) el mismo año en que murió, pero, por lo que recuerdo, no era algo que le entusiasmase ni tampoco le resultaba intuitivamente muy comprensible. Así fue como, en mi camino de regreso desde el trabajo, me detenía de vez en cuando en su casa para ver cómo estaba y entre nosotros acabó entablándose una relación marcada por la ternura. 
Tardé treinta años en darme cuenta de que, en la época de la lectura de mi tesis, mi comprensión, aún estando asentada en la práctica y en la experiencia, era fundamentalmente conceptual. Es cierto que se trataba de conceptos muy interesantes, positivos y útiles que me ayudaron a enfrentarme y soportar los desgarros existenciales que, en esa época, tuve que experimentar, pero no por ello dejaban de ser meros conceptos. Con el paso del tiempo, esa muerte antes de morir demostró ser más exigente que lo que entonces creía y mucho más profunda también que cualquier otra cosa que anteriormente hubiera experimentado.
¿Pueden creerse que, en ese sentido, las cosas siguen más o menos igual? Y es que cuanto más se aproxima uno al horizonte, más claro resulta que éste siempre está retrocediendo. El horizonte no es un lugar al que pueda llegarse. Siempre parece haber algún aspecto que se aferra tenazmente a su propia historia del "yo", del "mi" o del "mío". No hay ninguna práctica meditativa ni visión "espiritual" que nos garantice la inmunidad al apego o, lo que es lo mismo, a la ilusión. Con mucha frecuencia, uno cambia simplemente de hábitos y pasa a identificarse con otro tipo de conceptos y de fantasías. En este sentido, las comunidades espirituales comportan un riesgo muy concreto, la creencia del ego satisfecho de que su práctica es la mejor, de que su visión es la más sabia, de que su tradición y sus maestros son los mejores, etc. Ésas es una trampa en la que solemos caer con mucha facilidad y de la que también resulta muy difícil escapar. 
El reto, desde mi perspectiva actual, consiste en advertir la emergencia de cualquier historia de ese tipo, por más sutil que ésta sea, y reconocerla, sea cual sea nuestra práctica concreta, como lo que es, como una simple construcción de la mente. Y ello independientemente de que consigamos eludir esa trampa o de que nos quedemos atrapados en ella. En el mismo instante en que descansemos en la conciencia, la muerte ya ha sucedido y el conocimiento de tal momento trasciende las palabras y los conceptos, por más significativos y valiosos que éstos puedan ser. A partir de ese momento, las palabras y los conceptos se tornan poderosos, porque uno sabe cuándo debe usarlos y cuándo, por el contrario, abandonarlos. 

*
Si no has experimentado la muerte
y, de ese modo, crecido, 
no serás más que un triste huésped
en la tierra oscura. 

Ghethe
"El anhelo sagrado"

John Kabat-Zinn

lunes, 19 de noviembre de 2012

En busca del ego (V) y último


Fuentes de inspiración

"Las memorias pasadas que surgen en el espíritu han cesado definitivamente. Los pensamientos que conciernen al futuro todavía no han adquirido la menor realidad. El espíritu que se mantiene en el presente no se puede cercar: carece de forma y de color; como el espacio, es insustancial e irreal. Así pues, es posible comprender que el espíritu carece de toda clase de existencia sólida."

Atisha Dipamkara 

"Cuando aparece el arco iris, luminoso en el cielo, usted puede contemplar sus hermosos colores, pero no puede cogerlo y llevárselo como si fuera un traje. El arco iris nace de la conjunción de diferentes factores, pero es imposible coger nada de él. Lo mismo ocurre con los pensamientos. Se manifiestan en el espíritu, pero carecen de la realidad tangible o de solidez intrínseca. Ninguna razón lógica justifica, pues, que los pensamientos –que son insustanciales– dispongan de tanto poder sobre usted; no hay ninguna razón para que usted sea su esclavo. 
"La infinita sucesión de pensamientos pasados, presentes y futuros nos lleva a pensar que debería de existir algo que está ahí de manera inherente y permanente. A eso lo denominamos espíritu. Pero, de hecho, los pensamientos pasados están más muertos que los cadáveres, y los pensamientos futuros todavía no han sobrevenido. Entonces, ¿cómo es posible que estas dos categorías de pensamientos que no existen constituyan una entidad que si exista? ¿Y cómo es posible que el pensamiento presente pueda apoyarse en dos cosas que no existen? 
"Sin embargo, la vacuidad de los pensamientos no es simplemente el vacío, como se podría decir del espacio, sino que hay una conciencia espontánea, una claridad comparable a la de sol que ilumina los paisajes y permite ver las montañas, los caminos y los precipicios. 
"Pero aunque el espíritu posea esa conciencia intrínseca, afirmar que hay un espíritu es como colocar una etiqueta con el calificativo de real sobre algo que no lo es, es un nombre que se da a una sucesión de acontecimientos. Podemos llamar "collar" a un objeto formado por perlas ensartadas, pero dicho "collar" no es una entidad dotada de existencia intrínseca. Cuando el hilo se rompa, ¿qué quedará del collar?". 

Khyentsé Rimpoché

"Poco a poco, empecé a reconocer la fragilidad y el carácter efímero de los pensamientos y de las emociones que me habían perturbado durante años, y a comprender cómo, centrando mi atención en los pequeños contratiempos, los había transformado en enormes problemas. Por el mero hecho de mantenerme sentado observando a qué velocidad, bajo que formas y con cuánta incongruencia iban y venían mis pensamientos y mis emociones, comencé a ver que éstos no eran tan sólidos y efectivos como parecían. Luego, en cuanto empecé a dejar de hacer caso a la historia que parecían contarme, poco a poco fui percibiendo al "autor" que se escondía detrás: la conciencia infinitamente vasta e infinitamente abierta, que constituye la propia naturaleza del espíritu.
"Cualquier tentativa de describir mediante palabras la experiencia directa de la naturaleza del espíritu está  condenada al fracaso. Todo lo que se puede decir sobre ello es que se trata de una experiencia infinitamente apacible, una vez que la hayamos estabilizado por medio de una práctica repetida y casi inquebrantable. Es una experiencia de bienestar absoluto que impregna todos los estados físicos y mentales, incluyendo aquello que normalmente se consideran poco placenteros. Este sentimiento de bienestar, independientemente de la fluctuación de las sensaciones que nos llegan del interior o del exterior, es una de las maneras más claras de comprender lo que el budismo entiende por "felicidad"."

Yongey Mingyur Rimpoché 

"La naturaleza del espíritu es comparable al océano y al cielo. El movimiento incesante de las olas en la superficie del océano nos impide ver las profundidades. Si nos sumergimos, ya no hay olas, sólo la inmensa serenidad del fondo... La naturaleza del océano es inmutable.
"Miremos el cielo. Unas veces es claro y límpido, pero otras veces los nubarrones se acumulan, modificando la percepción que tenemos de él. Sin embargo, las nubes no han cambiado la naturaleza del cielo. […] El espíritu no es nada, tan sólo la naturaleza completamente libre... Mantengámonos en la sencillez natural del espíritu que está más allá de todo concepto.

Pema Wangyal Rimpoché 


Matthieu Ricard
Extractos del libro "El arte de la meditación"

viernes, 16 de noviembre de 2012

En busca del ego (IV)


Meditación

Como llegado de ninguna parte, surge un pensamiento, un pensamiento agradable u otro que nos perturba. Dura unos instantes y luego se va para ser reemplazado por otros. Y cuando desaparece, como el sonido de una campana que se desvanece ¿adónde va? No sabríamos decirlo. Algunos pensamientos vuelven con frecuencia a nuestro espíritu, donde engendran estados que van de la alegría a la tristeza, del deseo a la indiferencia, del resentimiento a la simpatía. De este modo, los pensamientos detentan el inmenso poder de condicionar nuestra manera de ser. Pero ¿de dónde sacan ese poder? No tienen un ejército a su disposición, no disponen de combustible para alimentar un horno, ni de piedras para lapidarnos. Al ser sólo construcciones del espíritu, no deberían tener la capacidad de perjudicarnos. 
Dejemos que nuestro espíritu se observe a sí mismo. Está claro que en él surgen pensamientos. De una manera u otra el espíritu existe, ya que nosotros lo experimentamos. Pero, excepto eso, ¿qué más podemos decir acerca de él? Examinemos nuestro espíritu y los pensamientos que se manifiestan en él. ¿Es posible atribuirles unas características concretas? ¿Tienen localización? No. ¿Color? ¿Forma? Cuanto más buscamos, menos encontramos. Bien es verdad que constatamos que el espíritu posee la facultad de conocer, pero ninguna otra característica intrínseca y efectiva.  Es en este sentido en el que el budismo define el espíritu como una continuidad de experiencias: no constituye una entidad distinta, está "vacío de existencia propia". Así pues, después de no haber encontrado nada que pueda constituir una sustancia, sea del tipo que sea, detengámonos unos instantes en ese "inencontrado". 
Cuando se origine un pensamiento, dejemos que surja y que se deshaga por sí solo, sin obstruirlo ni prolongarlo. Durante el breve intervalo de tiempo en el que nuestro espíritu no se encuentra obstruido por pensamientos discursivos, contemplamos su naturaleza. ¿Acaso en ese intervalo, en el que los pensamiento pasados ya han desaparecido y los futuros todavía no se han manifestado, no percibimos una conciencia pura y luminosa? Mantengámonos unos instantes en ese estado de sencillez natural, libre de conceptos. 

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A medida que vayamos familiarizándonos con la naturaleza del espíritu y conforme aprendamos a dejar que los pensamientos se deshagan tan pronto como sobrevienen –como una carta que se escribe con un dedo sobre la superficie del agua–, progresaremos más fácilmente en el camino de la libertad interior. Los pensamientos automáticos ya no poseerán el mismo poder para perpetuar nuestra confusión y reforzar nuestras tendencias acostumbradas. Cada vez deformaremos menos la realidad y los propios mecanismos del sufrimiento acabarán por desaparecer. 
Al disponer de recursos interiores que nos permiten controlar nuestras emociones, nuestro sentimiento de inseguridad desaparecerá, y la libertad y la confianza pasarán a ocupar su lugar. Dejaremos de estar exclusivamente preocupados por nuestras esperanzas y temores, y estaremos disponibles para todos los que nos rodean, trabajando así para el bien de los demás, y para nuestro propio bien. 

Matthieu Ricard 

miércoles, 14 de noviembre de 2012

En busca del ego (III)


Por lo tanto, vale la pena que dediquemos un poco de tiempo a dejar que nuestro espíritu repose en la calma interior a fin de conseguir comprender mejor –por medio del análisis y de la experiencia directa– qué lugar ocupa el ego en nuestra vida. Mientras el sentimiento de la importancia del yo sea el que controle las riendas de nuestro ser, nunca llegaremos a disfrutar de una paz duradera. La propia causa del dolor continuará permaneciendo intacta en lo más profundo de nosotros y seguirá impidiéndonos disfrutar de la más esencial de las libertades. 
Abandonar la fijación en el ego y dejar de identificarnos con él nos permitirá adquirir una inmensa libertad interior. Una libertad que hará posible que nos acerquemos a todos los seres con los que nos encontremos, y abordar cualquier situación con naturalidad, benevolencia, coraje y serenidad. Al no tener nada que ganar ni que perder, somos libres de dar y recibir todo. 
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Meditación sobre la naturaleza del espíritu

Cuando el propio espíritu es el que se examina, ¿qué puede aprender sobre su propia naturaleza? La primera cosa de la que se da cuenta es la de las innumerables cadenas de pensamiento que atraviesan nuestro espíritu, querámoslo o no, y que alimentan nuestras sensaciones, nuestra imaginación, nuestros recuerdos y nuestras proyecciones de futuro.
Sin embargo, ¿no hay también una cualidad "luminosa" del espíritu que ilumina nuestra experiencia, sea cual sea su contenido? Esta cualidad es la facultad cognitiva fundamental que sirve de base a todo pensamiento. Lo que la cólera ve en si mismo sin ser la cólera ni dejarse llevar por ella. A esta presencia simple y despierta la podemos denominar "conciencia pura", porque se puede aprehender incluso en ausencia de conceptos y en ausencia de construcciones mentales. 
La práctica de la meditación muestra que, si dejamos que nuestros pensamientos se calmen, podemos mantenernos durante unos momentos en la experiencia no conceptual de la conciencia pura. Precisamente, el budismo llama "naturaleza del espíritu" a este aspecto fundamental de la conciencia, libre de los velos de la confusión. 
Como es lógico, esta noción no es evidente. Admitimos que los psicólogos, los especialistas en neurociencias y los filósofos se interroguen acerca de la naturaleza de la conciencia, pero ¿hasta qué punto su comprensión puede afectar a nuestra experiencia personal? No obstante, la relación que mantenemos con nuestro espíritu no se interrumpe nunca, y, en resumidas cuantas, él es el que determina el hecho de que conocer mejor su verdadera naturaleza y comprender sus mecanismos influye de manera crucial en esa calidad, ello querrá decir que captamos mejor la importancia de que nos interroguemos, acerca de nuestro espíritu. De otro modo, por culpa de no comprenderlo, seguiremos siendo unos extraños para nosotros mismos. 
Los pensamientos surgen de la conciencia pura y se disuelve de nuevo en ella, como sucede con las olas del océano, que se elevan y se reabsorben en él, sin convertirse jamas en otra cosa que no sea el propio océano. Es esencial que hagamos eso si deseamos vernos libres de los automatismos habituales de pensamientos que generan sufrimiento. Identificar la naturaleza fundamental de la conciencia y saber descansar en ella, en un estado no dual y no conceptual, es una de las condiciones esenciales para conseguir la paz mental y la liberación del sufrimiento.

Matthieu Ricard 

lunes, 12 de noviembre de 2012

En busca del ego (II)


Cuando el ego no se alimenta de sus triunfos, se alimenta de sus fracasos convirtiéndose a sí mismo en víctima. Alimentado por sus constantes elucubraciones, su sufrimiento sirve para confirmarle su existencia tanto como lo hace su euforia. Tanto da que se sienta en la cima del mundo, como minusvalorado, ofendido o ignorado; el ego se consolida prestando toda su atención tan sólo a sí mismo. "El ego es el resultado de una actividad mental que crea y "mantiene una vida" una entidad imaginaria en nuestro espíritu". Es un impostor que no piensa más que en sí mismo. Una de las funciones de la visión penetrante –vipashyana– es la de desenmascarar la impostura del ego. 
No obstante, en realidad nosotros no somos ese ego, no somos esa cólera, ni tampoco somos esa desesperación. Nuestro nivel de experiencia más fundamental es el de la conciencia pura, esa primigenia cualidad de la conciencia de la que ya hemos hablado antes y que constituye la base de toda experiencia, de toda emoción, de todo raciocinio, de todo concepto y de toda construcción mental, incluyendo el ego. Pero tenemos que estar atentos: esa conciencia pura, esa "presencia despierta" no es una entidad nueva más sutil incluso que el ego, sino una cualidad fundamental de nuestra corriente mental. 
El ego no es más que una construcción mental más duradera que otras porque constantemente se ve reforzada por nuestras cadenas de pensamientos. Pero ello no es óbice para que este concepto ilusorio carezca de existencia propia. Esta etiqueta tenaz, tan sólo se mantiene fijada al flujo de nuestra conciencia gracias a la cola mágica de la confusión mental.
Para desenmascarar la impostura del yo, hay que seguir investigando hasta el final. Todo aquel que sospecha  que en su casa ha entrado un ladrón tiene que inspeccionar cada habitación, cada rincón y cada escondite posible hasta estar seguro de que, verdaderamente, no hay nadie. Sólo entonces su espíritu podrá estar tranquilo. 

Meditación
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Examinemos aquello que, según se supone, constituye la identidad del "yo". ¿Nuestro cuerpo? Una mezcolanza de huesos y carne. ¿Nuestra conciencia? Una sucesión de pensamientos fugaces. ¿Nuestra historia? La memoria de lo que no es. ¿Nuestro nombre? Le adjudicamos toda clase de conceptos -nuestra filiación, nuestra reputación y nuestro estatus social–, pero en resumidas cuentas, no es nada más que un conjunto de letras. 
Si verdaderamente el ego constituyera nuestra esencia más profunda, sería fácil entender que la idea de desembarazarse de él nos llenara de inquietud. Pero si tan sólo es una ilusión, el hecho de que nos libremos de él no equivale a extirpar el núcleo de nuestro ser, sino que, simplemente, nos ayuda a disipar un error y a abrir los ojos a la realidad. El error no ofrece ninguna resistencia al conocimiento, al igual que la oscuridad no ofrece resistencia a la luz. Millones de años de tinieblas pueden desaparecer al instante en cuanto se enciende la lámpara. 
Cuando dejamos de considerar el yo como si fuera el centro del mundo, nos sentimos implicados con los otros de un modo natural. La contemplación egocéntrica de nuestros propios sufrimientos nos desanima, mientras que la preocupación altruista por los sufrimientos del prójimo hace que nos sintamos más determinados a contribuir a su bienestar. 
Así pues, tenemos que examinar con toda honestidad si en lo más profundo de nuestro ser habita el sentimiento profundo del "yo".
¿Donde está ese "yo"? No puede estar únicamente en mi cuerpo, porque cuando digo: "Estoy triste", la que tiene una impresión de tristeza es mi conciencia, no mi cuerpo. Así pues, ¿únicamente se encuentra eh mi conciencia? Tampoco eso es demasiado evidente, porque cuando digo: "Alguien me he empujado", ¿mi conciencia es la que ha recibido el empujón? ¡Claro que no! El yo no podría vivir fuera del cuerpo y de la conciencia. ¿O acaso sencillamente la noción del yo se halla asociada al conjunto formado por el cuerpo y la conciencia? Si es así, estamos hablando de una noción más abstracta. La única salida a este dilema consiste en considerar al yo como una designación mental vinculada a un proceso dinámico, y a un conjunto de relaciones cambiantes que integran nuestras sensaciones, nuestras imágenes mentales, nuestras emociones y nuestros conceptos. Al final, el yo no es más que un nombre que sirve para designar un continuo, de la misma manera como a un río le llamamos Amazonas o Ganges. Cada río tiene su propia historia, fluye por un paisaje único y su agua puede tener propiedades curativas o esta contaminada. Así pues, es legitimo darle un nombre y distinguirlo de otro río. Sin embargo, en el río no existe una entidad, sea del tipo que sea, que constituya su "corazón" o su esencia. Y lo mismo sucede con el "yo": existe de manera convencional, pero en absoluto como una entidad que constituya el núcleo del ser. El ego siempre tiene algo que perder y algo que ganar; por su parte, la sencillez natural del espíritu no tiene nada que perder ni nada que ganar; no hace falta quitarle o añadirle nada. El ego se alimenta de sus elucubraciones acerca del pasado y de los pensamientos anticipados del futuro, pero no puede sobrevivir en la sencillez del momento presente. Así pues, mantengámonos en esta sencillez, en la plena conciencia del ahora, que significa la libertad y el apaciguamiento final de todo conflicto, toda construcción, toda proyección mental, toda distorsión, toda identificación y toda división. 
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Matthieu Ricard 

viernes, 9 de noviembre de 2012

En busca del ego (I)


Para la persona, comprender la naturaleza del ego y cómo funciona es de una importancia vital si desea librarse del sufrimiento. Sin duda, la idea de vernos libres de la influencia del ego puede llenarnos de perplejidad porque está relacionada con lo que según creemos, es nuestra identidad fundamental. 
Somos conscientes del hecho de que, a cada instante, desde el mismo momento de nuestro nacimiento, nuestro cuerpo se va transformando continuamente y nuestro espíritu constituye el escenario de innumerables nuevas experiencias. Pero de forma instintiva pensamos que, en alguna parte, en lo más profundo de nuestro ser, hay una entidad duradera que confiere una realidad sólida y da permanencia a nuestra persona. Es algo que nos parece tan evidente que no consideramos necesario examinar con más atención esta intuición. De ello se deriva un fuerte apego, primero a las nociones de "yo", y posteriormente a las de "mío" –mi cuerpo, mi nombre, mi espíritu, mis posesiones, mis amigos, etc. –, que entrañan o bien un deseo de posesión, o bien un sentimiento de rechazo hacía el otro. Así es como la dualidad irreducible entre el "yo" y el prójimo se cristaliza en nuestros pensamientos. Este proceso nos asimila a una entidad imaginaria. El ego es también el sentimiento exacerbado de la importancia de uno mismo que emana de esta construcción mental, y sitúa su identidad ficticia en el centro de todas nuestras experiencias.
Sin embargo, como se verá más adelante, tan pronto como se analiza seriamente la naturaleza del yo, nos damos cuenta de que es imposible delimitar cualquier otra entidad que le corresponda. En resumidas cuentas, el ego no es más que un concepto que asociamos con el continuo de experiencias que constituye nuestra conciencia.
Nuestra identificación con el ego es fundamentalmente disfuncional, porque entra en conflicto con la realidad. En efecto, a este ego le atribuimos cualidades de permanencia, de singularidad y de autonomía, mientras que, por el contrario, la realidad es cambiante, múltiple e interdependiente. El ego fragmenta el mundo y cuaja de una vez para siempre la división que establece entre "yo" y el "otro, entre  lo "mío" y lo "no mío". Al estar basado en un error, se ve constantemente amenazado por la realidad, lo que mantiene en nosotros un sentimiento profundo de inseguridad. Conscientes de su vulnerabilidad, por todos los medios intentamos protegerlo reforzarlo, sintiendo aversión hacia todo aquello que lo amenaza y atracción hacia todo lo que lo sustenta., y de estas pulsiones de atracción y repulsión nacen una gran cantidad d emociones conflictivas. 
Podríamos pensar que si dedicáramos la mayor parte de nuestro tiempo a satisfacer y a reforzar ese ego daríamos con la mejor estrategia posible para encontrar la felicidad. Pero esta es una apuesta que tiene todas las de perder ya que lo que se produce es exactamente lo contrario. Imaginando un ego autónomo, entramos en contradicción con la naturaleza de las cosas, y eso nos provoca frustraciones y tormentos infinitos. Por tanto, el hecho de dedicar toda nuestra energía a esa entidad imaginaria sin duda tendrá efectos fuertemente deletéreos respecto a nuestra calidad de vida. 
El ego sólo puede proporcionarnos una falsa confianza en nosotros mismos basada en atributos precarios –poder, éxito, belleza y fuerza físicas, brío intelectual y opiniones de los demás–, así como en todo lo que constituye nuestra imagen. La verdadera confianza en uno mismo es otra cosa. Paradójicamente, es una cualidad natural de la ausencia de ego. Disipar la ilusión del ego es librarse de una debilidad fundamental. La confianza en uno mismo que no está basada en el ego va unida a un sentimiento de libertad que ya no está sometido a las contingencias emocionales, y se presenta acompañada por una invulnerabilidad frente a los juicios de los otros y por una aceptación interior de las circunstancias, cualesquiera que éstas sean. Esta libertad se traduce en un sentimiento de apertura a todo lo que se presenta. No se trata de una frialdad distante, ni del frío desapego o la indiferencia que a veces algunas personas identifican erróneamente con el desapego budista, sino de una disponibilidad benévola y valiente que se extiende a todos los seres.

Matthieu Ricard 

viernes, 2 de noviembre de 2012

Zen y depresión. La máxima autoridad


Sed vuestra propia lámpara. 
Buda

De los dos jueces, confía en el principal.
Dicho de la práctica tibetana

Cuando nos hallamos atravesando una depresión podemos descubrir que son muchísimas las personas que quieren decirnos qué es lo que tenemos que hacer. Podemos llegar a convertirnos en oyentes bien dispuestos porque muchos de nosotros deseamos que nos digan qué hacer. Es cierto que cuando nos sentimos más a la deriva, dudando de nuestro propio juicio e incapaces de tomar una decisión, todas las personas que tienen consejos que ofrecer pueden resultar muy reconfortantes. Queremos que alguien nos muestre el camino. 
Aquí radica el secreto. Son buenas y malas noticias. La mala noticia es que en realidad nadie conoce el camino que es más conveniente para nosotros, por lo que no pueden ofrecernos la respuesta. La buena noticia es que como en realidad nadie sabe nada, las respuestas hay que hallarlas en nuestro interior.
Nadie puede vivir nuestra vida en nuestro lugar, y nadie tiene que vivir con las consecuencias que ello representa para nosotros. Los demás son libres de ofrecernos todo tipo de soluciones y consejos, pero en realidad todo eso no son más que opiniones. Puede que le digan que le conviene visitar a un terapeuta, o hacer más ejercicio, o tomar infusiones, o cambiar de dieta, o medicarse, o no mediarse. Pero como nadie conoce su auténtica situación, no se sorprenda si ese tipo de consejos le dejan más confuso que antes. Y no se sorprenda si las voces más fuertes y vehementes que escucha son las que provienen de su interior. 
Su cuerpo y mente, su vida, son diferentes de cualquier otra. Como decía un maestro zen: "Ni siquiera podemos intercambiar un simple pedo con los demás". Sus propias circunstancias piden atención y compasión, que deben surgir, en primer lugar, de usted mismo.
Cuando, tras cierta lucha, llegué a darme cuenta de que estaba atravesando una depresión, descubrí que en mi pensamiento se hallaban presentes todo tipo de prejuicios e ideas preconcebidas. Había pasado más de una década trabajando con personas que sufrían enfermedades metales, incluyendo a muchos pacientes con depresión. Podía comprender y aceptar sus elecciones, y los animaba a mantener la mente abierta respecto a cosas como los terapeutas y la medicación. Por desgracia, carecía de dicha comprensión de cara a mí mismo. Sentía que probablemente mi depresión era el resultado de algún tipo de debilidad existente en mi ser, y que no necesitaba ayuda exterior.
Tuve que observar muy cuidadosamente mis ideas preconcebidas y luego empezar desde lo que se ha dado en llamar "mente de principiante". Antes de poder llegar a hacerlo, no podía responder a mi depresión, ni a mi vida, de la manera como necesitaba hacerlo en ese momento.
Al seguir el camino de la propia curación, recuerde que se trata estrictamente de su camino. Nadie más puede elegirlo por usted, y nadie más puede seguirlo excepto usted.
Muchas personas acuden al camino espiritual en busca de una persona, una tradición o unas escrituras sagradas que les digan lo que hacer, y cómo actuar, descargándoles de la necesidad de asumir cualquier responsabilidad. Si tienen suerte, acabarán aprendiendo que la auténtica espiritualidad requiere no la renuncia a la propia responsabilidad, sino una total aceptación de ella.
Aprenda todo lo que pueda acerca de la enfermedad, las teorías sobre sus causas, los tratamientos disponibles y qué implica cada uno de esos tratamientos; y recuerde que la decisión de cómo seguir adelante es suya y sólo suya. Usted sabrá mejor que nadie cuándo algo conecta con sus circunstancias y valores. En particular, usted es quien mejor sabe cuándo le ayuda a funcionar y vivir su vida de manera más total. 
Poco a poco irá aprendiendo a confiar en usted mismo, a considerarse la máxima autoridad. Al hacerse más clara y desapasionadamente consciente de sus emociones, pensamientos y sensaciones, y al ir aprendiendo más acerca de la depresión, será capaz de darse cuenta de cuándo un tratamiento o línea de acción le son de ayuda. Sea cual fuere el camino que elija, irá sintiéndose más capaz de ofrecer información a las personas que haya elegido para que le ayuden, lo cual a su vez les permitirá ser más eficaces a la hora de ayudarle.
Prepárese para encajar las críticas de otras personas respecto a cualquier decisión que pueda tomar. Echar una mirada aunque sea por encima a las diversas teorías  y enfoques sobre el tratamiento de la depresión le demostrará que existe una miríada de maneras de abordarla y de ideas al respecto, muchas de ellas diametralmente opuestas. Sea lo que sea lo que decida hacer, probablemente siempre habrá alguien que le diga que se equivoca. En esos momentos es cuando tiene que recordarse que la verdad suele estar entre los extremos de ideas contrapuestas. 
No se apegue demasiado a ninguna idea o enfoque en particular, ni siquiera después de haber empezado a ponerla en práctica. Pero tampoco las descarte demasiado deprisa. Tenga paciencia y permita que pase algún tiempo para ver si funciona. Al mismo tiempo, si resulta obvio que no funciona, déjelo. Permita que sus ideas preconcebidas sobre el tratamiento, la terapia o la medicación, estén equivocadas. 
Usted sigue siendo la autoridad máxima de su vida. Pero no por ello deje de cuestionar cualquier autoridad incluida la suya. Sea flexible, tenga confianza y sea amable consigo mismo cuando cometa errores y se equivoque de camino.
Si aprende a hacerlo en medio de la depresión, será capaz de ponerlo en práctica en cualquier momento de su vida, en cualquier situación en que se encuentre.

Exploración complementaria

Al ir siendo capaz de considerarse como la máxima autoridad, le resultará de ayuda identificar a quiénes considera ahora sus autoridades. Cuando no sabe qué hacer, ¿a quién se dirige? ¿Qué siente cuando no sabe qué hacer? ¿Siente que debería contar con alguien que decidiese en su lugar?
Una vez que ha identificado a sus autoridades, ¿es capaz de decidir que escuchará sus opiniones, pero que no se las tomará como algo definitivo?
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Siéntese tranquilamente, observando la respiración.
Trate de ir más allá de la mente que se preocupa sobre lo que es correcto y sobre lo que los demás pensarán de usted. Profundice hasta encontrar ese lugar donde se asienta un ser sabio cuando está usted sentado. Reconozca a ese ser. Imagine a ese ser en la manera que mejor le parezca, tanto mediante una representación tradicional o de forma más moderna. 
A continuación mire el rostro de ese ser. Observe que ese rostro tranquilo no es sino el suyo propio. Inspire mientras siente que mira directamente a los ojos de ese ser. Pregúntele lo que desee. O bien permanezca sentado en silencio, respirando juntos. Haga una reverencia interiormente más como un acto de reconocimiento que de veneración, deje la presencia del ser y vuelva a observar su respiración. Recuerde que esa sabiduría estará esperándole siempre, en cualquier circunstancia en que la necesite.

Realizar la exploración sólo si te sientes cómodo haciéndola. Recomendación del propio autor.

(Extraído del libro "El camino del Zen para vencer la depresión". Autor Philip Martin)

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