Cuando escribí mi tesis doctoral, quise transmitir una idea de la lucha existencial por la que estaba atravesando y de lo que liberadores que podían ser la meditación y el yoga. Por ello incluí, a modo de presentación, después de la página del título, la siguiente frase críptica, que ya he olvidado, por cierto de donde la saqué: "Si mueres antes de morir, cuando mueras no morirás".
El panel de profesores ante el que tuve que leer mi tesis estaba compuesto por seis hombres y una mujer muy creativos, todos de entre cincuenta y sesenta años. Eran auténticas lumbreras del campo de la biología molecular pertenecientes, en su mayoría, a la prestigiosa National Academy of Sciences, y el director de mi tesis, Salvador Luria, había recibido, en colaboración con el físico Max Delbrück, el Premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1969 por su imaginativa demostración estadística, realizada varias décadas atrás, de la naturaleza espontánea y azarosa de las mutaciones bacterianas.
Lo que más me sorprendió fue que, durante la primera parte de la presentación de mi tesis, mis examinadores no centraron tanto la atención en el contenido y en la investigación experimental en que se sustentaba como en el significado del aforismo con el que la encabecé. Algunos de los presentes empezaron entonces a formularme preguntas al respecto con la expectativa, quizás, de que tuviera la ocasión de soltarme antes de enfrascarme en la defensa de mi tesis, pero una cuestión llevó a otra y lo cierto es que todas sus preguntas parecían expresar una curiosidad genuina. Estaba claro que querían saber lo que significaba y por qué la había incluido en mi tesis. Así fue como expliqué que, en mi opinión, la expresión "morir antes de morir" se refería a la muerte de la identificación con una visión estrecha de la vida que gira en torno al ego centrado en sí mismo, el ego constructor de historias y de las lentes dudosamente exactas a través de las cuales lo contemplamos todo dentro del contexto de nuestros hábitos más preciados, que, por más que nos resistamos a admitirlo, nos atribuyen el desproporcionado papel de centro indiscutible del universo.
Por ello morir antes de morir significa despertar a una realidad que trasciende la visión estrecha propia del ego y de sus preocupaciones, una realidad que sólo es reconocible a través de nuestras limitadas ideas y opiniones y de nuestras preferencias y aversiones condicionadas, sobre todo de aquellos que asumimos de manera inconsciente. Significa tornarse consciente, pero no en el sentido del conocimiento intelectual, sino en el que sentir y recordar directamente la naturaleza fugaz y esencialmente impersonal de la vida y de nuestras relaciones. Dentro de tal marco de referencia, podemos elegir, de manera bastante deliberada, vivir fuera de la rutina automática en la que suelen sumirnos las ambiciones y los miedos mezquinos que nos impiden advertir (aún como biólogos) la belleza y el misterio de la vida y contemplar más creativamente (aún como científicos) la naturaleza profunda de las cosas, más allá de las apariencias e historias superficiales que, al respecto, nos contamos.
La verdad es que no puedo recordar literalmente lo que dije, pero en esencia mis comentarios fueron más o menos los siguientes.
Lo cierto –proseguí– es que, si llevamos una vida despierta mientras estamos vivos y observamos la energía empleada por el ego para construirse de continuo sin dejarnos atrapar por él, nos daremos cuenta de que esa omnipresente referencia es un constructo impreciso y vacío que, estrictamente hablando, no hay yo alguno que muera. Lo único que muere cuando morimos antes de morir es el concepto de un"yo" especial, concreto y aislado. Quien comprende esto, comprende también la inexistencia (excepto como pensamiento mental) de la muerte y advierte que tampoco hay nadie que muera. Ése es, precisamente, el motivo por el cual el Buda se refirió a la liberación como "la inmortalidad".
Estoy seguro de que, a mis veintisiete años, respondí a su interrogatorio con una gran sinceridad, pero también, retrospectivamente considerado, con una seriedad y una confianza en mí mismo que coqueteaba, cuando no caía de lleno, en la arrogancia. Dadas las circunstancias, corrí el peligro de identificarme con la visión que tan decididamente acababa de exponer. De algún modo, la experiencia me había llevado a descubrir algo que trascendía las fronteras de la realidad consensual y que, por tanto, se hallaba más allá (o, al menos, así lo pensaba) del objetivo que ese día nos había congregado. Y, del mismo modo, la experiencia con la meditación y el yoga había desarrollado en mí la pasión por las posibilidades reveladas por esas disciplinas, sin darme cuenta de que se trata también de un dominio que trasciende las fronteras de la ciencia. En cualquiera de los casos, la meditación y el yoga se hallan mucho más allá del ámbito de la biología molecular y del tema de mi tesis.
Quizás esperaba que la explicación del significado de esa cita de apertura me sugiriese algo que pudiera entender mis mentores. Quizás ése fue uno de los motivos inconscientes que me llevaron a incluir ese aforismo, aunque también era muy consciente de que atravesar ese pasaje de mi formación implicaba una suerte de muerte y resurrección. Estaba ahí para recordarme (¿no les parece un término muy interesante?) todos los esfuerzos y tribulaciones que había debido realizar para concluir ese trabajo y para recordarme también la necesidad de no aferrarme y de morir a él.
Lo cierto es que se trataba de un debate filosófico bastante inusual dentro del contexto de la lectura de una tesis doctoral del departamento de biología del MIT. Mis interlocutores estaban interesados y querían hablar de lo que más les había sorprendido ya que, por lo que sabía –y lo sabía muy bien–, eran básicamente racionalistas. Yo lo atribuí al hecho de que tenían una edad en la que ya habían realizado su principal contribución al mundo de la ciencia y estaban cobrando una mayor conciencia de su envejecimiento y, por ello mismo, de su mortalidad. De algún modo, esta misteriosa frase poética sobre morir antes de morir y el hecho de que sirviese de introducción a un trabajo realizado por un alumno que todos conocían muy bien despertó su interés y quizás también sus egos. Supongo que ya habrían decidido que la tesis merecía el aprobado, de modo que podían estar algo más relajados de lo normal y prestar atención a algo ajeno al tema que ese día les había congregado.
No cabe la menor duda, aunque no recuerdo el contenido concreto de nuestra conversación, de que debió darse en un clima de amabilidad y tolerancia. Y aunque escuchasen con cierto escepticismo algunas de mis respuestas, sus preguntas evidenciaban un auténtico interés por el tema de morir antes de morir. Finalmente acabamos adentrándonos en la lectura de la tesis.
Eso ocurrió en 1971. Hoy, más de treinta años después, Salva Luria ha muerto y yo soy mayor que cualquiera de los entonces presentes. La relación que mantenía con Salva era afectuosa y profunda, pero estaba teñida de una cualidad, semejante a la que un padre severo mantiene con un hijo rebelde, marcada por su perplejidad y desaprobación por el rumbo que está tomando mi vida. Lo cierto es que, en muchas ocasiones, yo le sacaba –por razones ciertamente muy comprensibles– de sus casillas. Años más tarde, sin embargo, se prestó generosamente a leer el manuscrito de "Vivir con plenitud las crisis" (en respuesta a una crítica que le solicité y me aconsejó el modo de mejorarlo) y finalmente, después de haber sido diagnosticado de cáncer, me pidió que le enseñara a meditar. Con ese objetivo nos reunimos unas cuantas veces en su casa (ya que, en esa época, vivíamos a unas pocas manzanas) el mismo año en que murió, pero, por lo que recuerdo, no era algo que le entusiasmase ni tampoco le resultaba intuitivamente muy comprensible. Así fue como, en mi camino de regreso desde el trabajo, me detenía de vez en cuando en su casa para ver cómo estaba y entre nosotros acabó entablándose una relación marcada por la ternura.
Tardé treinta años en darme cuenta de que, en la época de la lectura de mi tesis, mi comprensión, aún estando asentada en la práctica y en la experiencia, era fundamentalmente conceptual. Es cierto que se trataba de conceptos muy interesantes, positivos y útiles que me ayudaron a enfrentarme y soportar los desgarros existenciales que, en esa época, tuve que experimentar, pero no por ello dejaban de ser meros conceptos. Con el paso del tiempo, esa muerte antes de morir demostró ser más exigente que lo que entonces creía y mucho más profunda también que cualquier otra cosa que anteriormente hubiera experimentado.
¿Pueden creerse que, en ese sentido, las cosas siguen más o menos igual? Y es que cuanto más se aproxima uno al horizonte, más claro resulta que éste siempre está retrocediendo. El horizonte no es un lugar al que pueda llegarse. Siempre parece haber algún aspecto que se aferra tenazmente a su propia historia del "yo", del "mi" o del "mío". No hay ninguna práctica meditativa ni visión "espiritual" que nos garantice la inmunidad al apego o, lo que es lo mismo, a la ilusión. Con mucha frecuencia, uno cambia simplemente de hábitos y pasa a identificarse con otro tipo de conceptos y de fantasías. En este sentido, las comunidades espirituales comportan un riesgo muy concreto, la creencia del ego satisfecho de que su práctica es la mejor, de que su visión es la más sabia, de que su tradición y sus maestros son los mejores, etc. Ésas es una trampa en la que solemos caer con mucha facilidad y de la que también resulta muy difícil escapar.
El reto, desde mi perspectiva actual, consiste en advertir la emergencia de cualquier historia de ese tipo, por más sutil que ésta sea, y reconocerla, sea cual sea nuestra práctica concreta, como lo que es, como una simple construcción de la mente. Y ello independientemente de que consigamos eludir esa trampa o de que nos quedemos atrapados en ella. En el mismo instante en que descansemos en la conciencia, la muerte ya ha sucedido y el conocimiento de tal momento trasciende las palabras y los conceptos, por más significativos y valiosos que éstos puedan ser. A partir de ese momento, las palabras y los conceptos se tornan poderosos, porque uno sabe cuándo debe usarlos y cuándo, por el contrario, abandonarlos.
*
Si no has experimentado la muerte
y, de ese modo, crecido,
no serás más que un triste huésped
en la tierra oscura.
Ghethe
"El anhelo sagrado"
John Kabat-Zinn
John Kabat-Zinn
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