jueves, 20 de diciembre de 2012

El problema de la culpa (I)


La esencia de la culpa, sea ésta importante o menor, radica en el remordimiento de conciencia moral: me he comportado mal habiendo tenido la posibilidad de no hacerlo. La culpa siempre contiene la implicación de elección y responsabilidad, independientemente de que seamos o no conscientes de ello. 
Hemos visto que, para un niño, la autocondena y la culpa pueden tener un valor de duración limitada si surgen para hacer le mundo del niño más inteligible y para ofrecer un cierto sentido de control sobre la vida. Puede persistir en la edad adulta la imperiosa necesidad de creer que el universo es "justo" y que las cosas terribles no les ocurren a las personas inocentes: por ejemplo, cuando las víctimas de persecuciones políticas se culpan a sí mismas, o se las alienta para que lo hagan, en vez de afrontar el hecho de que pueden ser marionetas indefensas en manos de fuerzas irresponsables y malintencionadas.
En la actualidad, existen ciertos cursos de control de la conciencia y supuestas disciplinas espirituales que enseñan que "somos responsables de todo lo que nos sucede" o que "somos los artífices de todo lo que nos ocurre". Apelan a la necesidad de sentirse bajo control, la necesidad de sentirse eficiente. Pero este punto de vista puede llevar a la conclusión de que un bebé de un año en un país en guerra es responsable de que le alcance una bomba. Lo increíble es que existen quienes no reniegan de esta deducción. 
Hace algunos años, participé en un debate con un renombrado psicólogo que insistía en que los niños que aún no han nacido son responsables de elegir a sus padres, lo cual le llevó a la conclusión de que el niño golpeado ha elegido torturadores. No encontró respuesta para la pregunta obvia: ¿los padres tuvieron alguna elección en la cuestión o estuvieron a la absoluta merced de la voluntad del niño no nacido? Lo cierto es que, con el fin de no corromper el concepto de responsabilidad necesitamos mantenerlo dentro de ciertos límites racionales. 
A menudo me encuentro, entre mis pacientes, con el problema de no saber definir estos límites. Un ser querido –marido, mujer, un hijo– muere en un accidente y, a pesar de que el paciente sabe que la idea es irracional, siente que "de alguna manera debería haberlo evitado". Algunas veces la culpa, en parte, es alimentada por el arrepentimiento de acciones ejecutadas o no ejecutadas mientras la persona vivía. Pero en el caso de las muertes que parecen carecer de sentido, como cuando muere alguien atropellado por un conductor imprudente o durante alguna operación menor, el superviviente puede experimentar la insoportable sensación de encontrarse fuera de control, de verse indefenso y a merced de un hecho que no tiene un significado racional. En un caso de este tipo, la autocondena o el remordimiento de conciencia pueden apaciguar la angustia y disminuir la sensación de impotencia. El superviviente piensa: "Si tan sólo hubiera hecho esto y lo otro  de un modo diferente, este terrible accidente no habría ocurrido". De este manera, la culpa explica la necesidad de eficacia otorgando una ilusión de eficacia. 
Algunas veces, esta misma forma de culpa inmerecida se produce después de un divorcio o problemas con los hijos. En estas situaciones, se puede pensar: "De alguna manera debí haber sabido cómo evitar esto; de alguna manera, debí haber sabido que hacer". Aún cuando no se tenga muy claro, cómo se podría haber actuado de otro modo y aún cuando puedan haber entrado en juego elementos decisivos ajenos al control personal del individuo atormentado.
No es infrecuente que este tipo de culpas aquejen también a personas con una alta autoestima, disminuyéndosela temporalmente. Pero cuando partimos de una baja autoestima, las culpas encuentran naturalmente terreno fértil donde desarrollarse, empeorando un autoconcepto ya deficiente de por sí. 
Lo enunciado en estos párrafos explica por qué, para proteger la autoestima, debemos comprender claramente los límites de la responsabilidad volitiva. Donde no hay control, no puede haber responsabilidad, y donde no hay responsabilidad, no cabe remordimiento de conciencia alguno, Pesar, si; culpa, no. 
Cuando no existe ni evasión, ni responsabilidad, ni violación consciente de la integridad, no hay fundamentos racionales para el sentimiento de culpa. Naturalmente, puede haber fundamentos para el dolor o el arrepentimiento por errores de juicio. Desde el punto de vista de la autoestima, esta distinción es de crucial importancia. 
El concepto del pecado original –de culpa en la que no existe la posibilidad de inocencia, ni de libertad de elección, ni otras alternativas– se contrapone a la autoestima por su propia naturaleza. Por lo tanto, resulta antihumano. 
El problema de la culpa puede tomar muchas formas. Consideremos las más frecuentes. 

Nathaniel Branden


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