miércoles, 26 de diciembre de 2012

El problema de la culpa (III)


Sin negar que hay momentos en que las personas se sienten realmente culpables porque no han vivido de acuerdo con normas que ellas mismas respetan, un enorme porcentaje de lo que se suele llamar "culpa" resulta ser un disfraz de otros sentimientos que han sido ocultados, como en los ejemplos descritos. Cuando sospecho sobre la autenticidad de las declaraciones de culpa de una persona, suelo pedirle que complete la frase: "Lo bueno de sentirse culpable es que..." Las siguientes son las respuestas más frecuentes:

Lo bueno de sentirse culpable es que:
Me permite permanecer paralizado.
No tengo que hacer nada.
La gente siente pena por mí.
Prueba que soy una persona moral.
No tengo que cambiar.
Puedo sentirme superior a otras personas (que no tienen la integridad de sentirse culpables).
Puedo sentir pena por mí.
Puedo manipular a otras personas para que me digan que soy bueno.
Puedo dar la razón a mis padres.

La mayoría de estos finales de frase se explican por sí mismos. Quizá no ocurra esto con el último, que resulta sumamente importante.
Supongamos que, de pequeños, recibimos mensajes de nuestros padres acerca de que somos malos, por razones que pueden tener poco o nada que ver con nuestro verdadero comportamiento. Un "buen" niño es el que se adapta al punto de vista que los padres tienen de las cosas. De manera que, si un niño quiere ser bueno y se le dice que es malo, se genera una dolorosa paradoja. Veamos:

Quiero ser bueno.
Mis padres me dicen que soy malo.
Un buen niño no contradice a sus padres.
Entonces, para ser bueno hay que ser malo.
Si realmente tuviera que ser bueno, me volvería malo, ya que mis padres me dicen que no soy bueno y no está bien contradecirlos.
Si soy malo, soy bueno, ya que me adecuo al punto de vista que mis padres tienen de las cosas.
Por otro lado, si tuviera que ser bueno, me haría malo: desobediente e incumplidor. 

En otras palabras, si relaciono mi autoestima con la aprobación de mis padres y el precio de la aprobación es el cumplimiento, entonces terminaré persiguiendo la autoestima positiva aceptando la autoestima negativa. 
Este conflicto constituye uno de los problemas más comunes que pueden encontrarse entre los pacientes de psicoterapia. La solución, en principio, reside una vez más en aumentar la autonomía, cambiando las fuentes de autoestima de las señales externas a las internas, del juicio de los padres al propio, lo cual implica aprender a respetar el sí-mismo.
La dificultad con la que muchas personas se enfrentan cuando tratan de realizar esta mutación es el miedo a la soledad y la propia responsabilidad. Nunca superaron la noción infantil de que la relación con sus padres resulta esencial para la supervivencia. Tampoco descubrieron adecuadamente su propia capacidad para afrontar los desafíos de la vida. De modo consciente o subconsciente, siguen siendo niños. No tiene ninguna importancia que en realidad puedan haber demostrado ser más capaces de sobrevivir que sus padres. 
Así descrito, el problema puede parecer casi agobiante, lo cual es lamentable, ya que afrontarlo y superarlo puede describirse como una empresa heroica (si consideramos el coraje y la perseverancia criterios esenciales del heroísmo).
No maduramos negando o reprimiendo nuestros sentimientos de dependencia, sino aceptándolos, experimentándolos, para luego dejarlos atrás aprendiendo a escuchar y respetar nuestras señales internas –a pensar por nosotros mismos– y a dejarnos guiar por nuestras propias conclusiones. 

Nathaniel Branden


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