Debemos mencionar aquí otro error muy frecuente: la ilusión de que el amor significa necesariamente la ausencia de conflicto. Así como la gente cree que el dolor y la tristeza se deben evitar en todas las circunstancias, supone también que el amor significa la ausencia de todo conflicto. Y encuentran buenos argumentos en favor de esa idea en el hecho de que las disputas que observan a diario no son otra cosa que intercambios destructivos que no producen bien alguno a ninguno de los interesados. Pero el motivo de ello está en el hecho de que los "conflictos" de la mayoría de la gente constituyen, en realidad, intentos de evitar los verdaderos conflictos reales. Son desacuerdos sobre asuntos secundarios o superficiales que, por su misma índole, no contribuyen a aclarar ni a solucionar nada. Los conflictos reales entre dos personas, los que no sirven para ocultar o proyectar, sino que se experimentan en un nivel profundo de la realidad interior a la que pertenecen, no son destructivos. Contribuyen a aclarar, producen una catarsis de las que ambas personas emergen con más conocimiento y mayor fuerza. Y eso nos lleva a destacar algo que ya dijimos antes.
El amor sólo es posible cuando dos personas se comunican entre sí desde el centro de sus existencias, por tanto, cuando cada una de ellas se experimenta a sí misma desde el centro de su existencia. Sólo en esa "experiencia central" está la realidad humana, sólo allí hay vida, sólo allí está la base del amor. Experimentando de esta forma, el amor es un desafío constante; no un lugar de reposo, sino un moverse, crecer, trabajar juntos; que haya armonía o conflicto, alegría o tristeza, es secundario con respecto al hecho fundamental de que dos seres se experimentan desde la esencia de su existencia, de que son el uno con el otro al ser uno consigo mismo y no al huir de sí mismos. Sólo hay una prueba de la presencia de amor: la hondura de la relación y la vitalidad y la fuerza de cada uno de las personas implicadas; es por tales frutos por los que se reconoce el amor.
Así como los autómatas no pueden amarse entre sí tampoco pueden amar a Dios. La desintegración del amor a Dios ha alcanzado las mismas proporciones que la desintegración del amor al hombre. Ese hecho se halla en evidente contradicción con la idea de que estamos en presencia de un renacimiento religioso en nuestra época. Nada podría estar más lejos de la verdad. Lo que presenciamos (si bien hay excepciones) es una regresión a un concepto idolátrico de Dios, y una transformación del amor a Dios en una relación correspondiente a una estructura caractereológica enajenada. Es fácil comprobar tal regresión. La gente está angustiada, carece de principios o fe, no la mueve otra finalidad que la de seguir adelante; por lo tanto, siguen siendo criaturas, confiando en que el padre o la madre acuda a ayudarlos cuando lo necesiten.
Es verdad que en diversas culturas religiosas, como la de la Edad Media, el hombre corriente también consideraba a Dios un padre y una madre protectora. Pero al mismo tiempo también tomaba a Dios en serio, en el sentido de que la meta fundamental de su vida era vivir según los principios de Dios, hacer de la "salvación" su preocupación suprema, a la cual subordinaba todas las demás actividades. Nada queda de ese esfuerzo hoy en día. La vida diaria está estrictamente separada de cualquier valor religioso. Se dedica a obtener comodidades materiales y éxito en el mercado de la personalidad. Los principios en que se basan nuestros esfuerzos seculares son los de indiferencia y egoísmo (el segundo rotulado generalmente "individualismo" o "iniciativa individual". El hombre de culturas verdaderamente religiosas puede compararse a un niño de ocho años, que necesita la ayuda de su padre, pero que comienza a adoptar en su vida sus enseñanzas y principios. El hombre contemporáneo es más bien como un niño de tres años, que llora llamando a su padre cuando lo necesita, o bien, se muestra completamente autosuficiente cuando puede jugar.
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