martes, 28 de septiembre de 2010

La práctica del amor (XII)


El examen del arte de amar no puede limitarse al dominio personal de la adquisición y desarrollo de las características y aptitudes que hemos descrito en este capítulo. Está inseparablemente relacionado con el dominio social. Si amar significa tener una actitud de amor hacia todos, si el amor es un rango caracterológico, necesariamente debe existir no sólo en las relaciones con la propia familia y los amigos, sino también para con los que están en contacto con nosotros a través del trabajo, los negocios, la profesión. No hay una "división del trabajo" entre el amor a los nuestros y el amor a los ajenos. Por el contrario, la condición para la existencia del primero es la existencia del segundo. Comprender esto seriamente sin duda implica un cambio bastante drástico con respecto a las relaciones sociales acostumbradas. Si bien se habla mucho del ideal religioso del amor al prójimo, nuestras relaciones están de hecho determinadas, en el mejor de los casos, por el principio de equidad. Equidad significa no engañar ni hacer trampas en el intercambio de artículos y servicios, o en el intercambio de sentimientos. "Te doy tanto como tú me das", así en los bienes materiales como en el amor, es la máxima ética predominante en la sociedad capitalista. Hasta podría decirse que el desarrollo de una ética de la equidad es la contribución ética particular de la sociedad capitalista.
Las razones de tal situación radican en la naturaleza misma de la sociedad capitalista. En las sociedades precapitalistas, el intercambio de mercaderías estaba determinado por la fuerza directa, por la tradición, o por lazos personales de amor o amistad. En el capitalismo, el factor que todo lo determina en el intercambio es el mercado. Se trate del mercado de productos, del laboral o del de servicios, cada persona trueca lo que tiene para vender por lo que quiere conseguir en las condiciones del mercado, sin recurrir a la fuerza o al fraude.
La ética de equidad se presa a confusiones con la ética de la Regla Dorada. La máxima "haz a los demás lo que quisieras que te hicieran a ti" puede interpretarse como "sé equitativo en tu intercambio con los demás". Pero, en realidad, se formuló originalmente como una versión popular del "Ama a tu prójimo como a ti mismo" bíblico. Por cierto, la norma judeo-cristiana de amor fraternal es totalmente diferente de la ética de la equidad. Significa amar la prójimo, es decir, sentirse responsable por él y uno con él, mientras que la ética equitativa significa no sentirse responsable y unido, sino distante y separado; significa respetar los derechos del prójimo, pero no amarlo. No es un accidente el que la Regla Dorada se haya convertido en la más popular de las máximas religiosas actuales; obedece ello a que es susceptible de interpretarse en términos de una ética equitativa que todos comprenden y están dispuestos a practicar. Pero la práctica del amor debe comenzar por reconocer la diferencia entre equidad y amor.
Aquí, sin embargo, surge un importante problema. Si toda nuestra organización social y económica está basada en el hecho de que cada uno trate de conseguir ventajas para sí mismo, si está regida por el principio del egoísmo atemperado sólo por el principio ético de equidad, ¿cómo es posible hacer negocios, actuar dentro de la estructura de la sociedad existente y, al mismo tiempo, practicar el amor? ¿No implica lo segundo renunciar a todas las preocupaciones seculares y compartir la vida de los más pobres? Los monjes cristianos y personas tales como Tolstoy, Albert Schweitzer y Simone Weil han planteado y resuelto ese problema en forma radical. Otros comparten la opinión de que en nuestra sociedad existe una incompatibilidad básica entre el amor y la vida secular normal. Llegan a la conclusión de que hablar de amor en el presente sólo significa participar en el fraude general; sostienen que sólo un mártir o un loco puede amar en el mundo actual, y, por lo tanto, que todo examen del amor no es otra cosa que una prédica. Este respetable punto de vista se presta fácilmente a una racionalización del cinismo. En realidad, es implícitamente compartido por la persona corriente que siente: "Me gustaría ser un buen cristiano, pero tendría que morirme de hambre si lo tomara en serio". Este radicalismo resulta un nihilismo moral. Tanto los "pensadores radicales" como la persona corriente son autómatas carentes de amor, y la única diferencia entre ellos consiste en que la segunda no tiene conciencia de serlo, mientras que los primeros conocen y reconocen la "necesidad histórica" de ese hecho.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts with Thumbnails