jueves, 25 de noviembre de 2010

La enfermedad como camino. Enfermedad y síntomas (IV)


Aquí trataremos de trazar un cuadro unitario de la enfermedad que, a lo sumo, sitúe la diferenciación "somático/psíquico" en el plano de la manifestación del síntoma que predomine en cada caso.
Con la diferenciación entre enfermedad (plano de la conciencia) y síntoma (plano corporal) nuestro examen de desplaza del análisis habitual de los procesos corporales hacia una contemplación hoy insólita del plano psíquico. Por tanto, actuamos como un crítico que no trata de mejorar una mala obra teatral analizando y cambiando los decorados, el atrezzo y los actores, sino que contempla la obra en sí.
Cuando en el cuerpo de una persona se manifiesta un síntoma, éste (más o menos) llama la atención interrumpiendo, con frecuencia bruscamente, la continuidad de la vida diaria. Un síntoma es una señal que atrae atención, interés y energía y, por lo tanto, impide la vida normal. Esta interrupción que nos parece llegar de fuera nos produce molestia y desde ese momento no tenemos más que un objetivo: eliminar la molestia. El ser humano no quiere ser molestado, y ello hace que empiece la lucha contra el síntoma. La lucha exige atención y dedicación: el síntoma siempre consigue que estemos pendientes de él.
Desde los tiempos de Hipócrates, la medicina académica ha tratado de convencer a los enfermos de que un síntoma es un hecho más o menos fortuito cuya causa debe buscarse en los procesos funcionales en los que tan afanosamente se investiga. La medicina académica evita cuidadosamente la interpretación del síntoma con lo que destierra tanto el síntoma como la enfermedad al ámbito de lo incongruente. Con ello, la señal pierde su auténtica función: los síntomas se convierten en señales incomprensibles. 
Vamos a poner un ejemplo: un automóvil lleva varios indicadores luminosos que sólo se encienden cuando existe una grave anomalía en el funcionamiento del vehículo. Si, durante un viaje , se enciende uno de los indicadores, ello nos contraría. Nos sentimos obligados por la señal a interrumpir el viaje. Por más que nos moleste parar, comprendemos que sería una estupidez enfadarse con la lucecita; al fin y al cabo, nos está avisando de una perturbación que nosotros no podríamos descubrir con tanta rapidez, ya que se encuentra en una zona que nos es "inaccesible". Por lo tanto, nosotros interpretamos el aviso de la lucecita como recomendación de que llamemos a un mecánico que arregle lo que haya que arreglar para que la lucecita se apague y nosotros podamos seguir viaje. Pero nos indignaríamos, y con razón, si, para conseguir este objetivo, el mecánico se limitara a quitar la lámpara. Desde luego, el indicador ya no estaría encendido –y eso es lo que nosotros queríamos–, pero el procedimiento utilizado para conseguirlo sería muy simplista. Lo procedente es eliminar la causa de que se encienda la señal, no quitar la bombilla. Pero para ello habrá que apartar la mirada de la señal y dirigirla a zonas más profundas, a fin de averiguar qué es lo que no funciona. La señal sólo quería avisarnos y hacer que nos preguntáramos que ocurría.
Lo que en el ejemplo era el indicador luminoso, en nuestro tema es el síntoma. Aquello que en nuestro cuerpo se manifiesta como un síntoma es la expresión visible de un proceso invisible y con su señal pretende interrumpir nuestro proceder habitual, avisarnos de una anomalía y obligarnos a hacer una indagación. También en esta caso, es una estupidez enfadarse con el síntoma y, absurdo, tratar de suprimirlo impidiendo su manifestación. Lo que debemos eliminar no es el síntoma, sino la causa. Por consiguiente si queremos descubrir qué es lo que nos señala el síntoma tenemos que apartar la mirada de él y buscar más allá.

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