"Soy una persona importante, mejor dicho: importantísima. Soy el centro del Universo y los demás existen para dar vueltas a alrededor mío...
Yo lo soy todo.... El mundo es sólo el escenario en el que obtener –utilizando a los demás– el propio placer"
P. Rocchini
Es sugerente el estudio que realiza el psiquiatra italiano P. Rocchini sobre la clase política en Italia; no es extraño que denomine a su trabajo, "la neurosis del poder". Nuestra realidad española no queda muy lejana de la italiana, si nos acercamos a cualquier librería y hacemos un recorrido por los libros expuestos, destacaríamos títulos como:"Asalto al poder"; "Duelo de titales"; "Banca y poder"; "El último magnate"; "Los hijos del poder"; "Banqueros de rapiña"; ""El césar"; "Los hijos del césar", etc. No podemos negar que todo aquello relacionado con la intriga y el poder están de moda.
Los individuos narcisistas expresan conductas que tienen por objetivo el control del los demás. La omnipotencia del pensamiento implica la posibilidad de ejercer influencia sobre los objetos o el mundo circundante, lo que requiere negar la existencia del "otro" en cuanto que éste supone un principio de limitación de esa omnipotencia. La persona narcisista necesita y busca poder para contrarrestar la deficiencia de su propia realidad. Poder y control son dos caras de una misma moneda que utiliza para compensar y proteger su propia vulnerabilidad (Lowen, 1985).
Para Rosolato (1976) el narcisismo es sinónimo de poder, el cual puede manifestarse o no dependiendo de los otros, o sometiendo a los demás a su voluntad. Sentimiento de tener derecho sobre otros que implica unas expectativas de privilegios especiales respecto a los demás y una especial inmunidad ante las normales demandas sociales. Se traduce en orgullo, engreimiento y conciencia de exigir derechos propios.
No lejos de esta idea estaba Nietzsche cuando resaltaba la "voluntad de poder" como la primitiva forma de afecto de la cual los demás afectos son sólo transformaciones. Para él, la voluntad de poder constituía la esencia íntima del ser humano, opuesta a la voluntad de verdad y de ahí que la sitúe "más allá del bien y del mal".
En general. los narcisistas son sujetos ávidos de veneración y en absoluto soportan el más mínimo cuestionamiento de su posición dominante. Por ello, tales individuos ensayan diferentes métodos de parasitar o invadir el espacio psíquico de otros individuos, a fin de exaltar su propia omnipotencia. Son sujetos que reclaman admiración en todos y cada uno de sus rasgos y, a su vez, que se les considere en el grado máximo de perfección, como seres únicos, sin permitir que el objeto externo pueda dirigir su mirada de reconocimiento a nadie más. Según Bleischmar (1991) establecen una relación tiránica, intentando forzar a los otros a que les brinden su admiración incondicional mediante el control sobre sus actos o pensamientos.
En consecuencia los individuos narcisistas necesitan aduladores que alimenten constantemente su narcisismo. Es decir, uno de los rasgos más típicos del poder es la necesidad de refuerzo psicológico y afectivo. Desde esta dinámica, tienen sentido las ceremonias públicas de los grandes dictadores. Balandier (1987) recordaba como en las fiestas nazis el pueblo quedaba transformado en una multitud de figurantes fascinados por el drama al que les invitaba a participar el dueño absoluto del poder.
La desmesurada imagen de sí mismo, hará reaccionar al narcisista a las críticas con un sentimiento de rabia (Kohut, 1972), vergüenza o humillación, aunque no siempre lo exprese. Según Fromm (1991b), no hay furia más grande que la de un narcisista a quien se haya herido en su narcisismo. Perdonará cualquier cosa menos que le ofendan en su narcisismo. Aunque no lo demuestre, querrá vengarse porque tal acción es como matarlo. No aceptará la más mínima disidencia de aquellos que pueden estar a sus órdenes.
Como vimos anteriormente, Freud (1930) acuñó la expresión del "narcisismo de la pequeñas diferencias" que se evidenciaría en la tendencia a suprimir al que es diferente de uno mismo, como en las guerras de religión o en muchos otros fenómenos de exasperada intolerancia, lo que lleva paradójicamente a odiar más a quien se aleja de manera mínima de la identidad de uno o del grupo, que a quien se aleja de ella más ampliamente. Freud ponía como ejemplo la milenaria conflictividad entre árabes e israelitas, ambos semitas y ambos pertenecientes a grandes religiones monoteístas, para expresar que una ligera diferencia de identidad es más amenazante para la integridad del sí mismo que una gran diferencia. Tal conducta se observa en determinados grupos cerrados en sí mismos o sectarios (ya sean políticos, religiosos o sociales) que anulan al antiguo discípulo rompiendo todo tipo de relaciones con él. De "la comunidad de vida" anterior se pasa al odio y a la indiferencia más absoluta, por haberse permitido disentir de la norma grupal.
A su vez, una persona envidiosa siempre se siente perseguida, pues cuando ataca envidiosamente a sus objetos, éstos, a través del mecanismo defensiva de la proyección, dejan de ser amorosos y se convierten en objetos persecutorios envidiosos. Por ello, la persona envidiosa manifiesta ansiedad ante sus propias posesiones, ya que cree que los demás le tendrán envidia y se las quitarán (Klein, 1957). Su envidia crónica le hace incapaz de aceptar un apoyo genuino y real de su entorno.
Los sujetos narcisistas viven una gran paradoja: necesitan mucho de los otros, pero son incapaces de aceptar su ayuda (Svrakic, 1990). En expresión de Kernberg (1975), es "la gran tragedia" de las personas narcisistas: son incapaces de mostrar un normal sentimiento de gratitud y devalúan el que les ofrece algo y la propia oferta. Es decir, la existencia de la envidia es incompatible con la de un yo grandioso (Svrakic, 1985, 1986b). La persona narcisista es incapaz de reconocer su envidia y utiliza el mecanismo de la devaluación de las cualidades de los otros para defenderse de su envidia y, de esa manera, aumentar su imagen grandiosa. En definitiva, por un lado, se muestra intolerante ante las críticas ya que éstas implican una demanda de cambio personal, y por otro, aparecen suspicaz, desconfiada, envidiosa y con celos hacia lo que los otros tienen. La envidia le hace sentirse hostil y grosera con su entorno. Por tanto, la lógica que impera es la de la disyunción excluyente: "o yo o el otro". (Bleichmar, 1991).
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