martes, 18 de mayo de 2010

Impermanencia. Viviendo con la verdad (III)


Entender la impermanencia enciende nuestra pasión por explorar aún más nuestro potencial. Se considera que el hombre vive en promedio unas cuatro mil semanas. Es como si viviéramos un tiempo prestado, y un reloj de arena invisible midiera los días dejando caer los granitos. ¿Cuántos días nos quedan? Cada vez nos queda menos tiempo. Estamos seguros de que vamos a morir, lo que no sabemos es cuándo ni cómo. Nuestra respiración nos une a la vida. Un día, después de haber inhalado varias veces, exhalaremos por última vez y ese será el fin de esta vida. Toda vida tiene un plano. Todo momento -sobre todo éste- cuenta.
La impermanencia quizá sea la principal característica de la existencia humana. En nuestra vida diaria, los buenos y los malos momentos vienen y van. Los niños crecen y los adultos envejecen. La vida se perpetúa en infinitos ciclos. Todo tiene un comienzo, un medio y un final, cada momento contiene su propio fin, y cada fin encierra la promesa de un nuevo comienzo. Nada permanece tal como es ahora: el presente no vuelve. Parte del arte de vivir es poder comenzar bien cada momento, centrar la atención, soltarse gentilmente y, luego, despedirse dándole a cada instante sus propias cualidades.
Un día que no concluyo adecuadamente proyectará los elementos no procesados al día siguiente. Quizá sea algo que descuidamos o pasamos por alto, o un sentimiento que no hemos podido sentir; cualquiera sea su forma, los elementos del día no resueltos nos acompañan como un equipaje molesto. La frustración de hoy obedece a causas que ocurrieron en el pasado, si tampoco cuestionamos nuestro desengaño, éste se convierte en otro resto de experiencia antigua que va apilándose como basura en una esquina.
Si experimentamos su transición de un día al otro con conciencia, podemos ingresar en el futuro con una mente más liviana y abierta. Al finalizar el día o una fase, podemos pasar revista a todo: recuerdos intensos, logros, arrepentimiento y remordimiento. Aceptamos lo ocurrido y, luego. lo dejamos ir. Así, la transición al día siguiente es más fácil. Ya no cargamos con el peso de relaciones tirantes o penosos recuerdos de nuestras acciones desconsideradas. Nada pesa sobre nuestra conciencia, los pensamientos culposos o la pena de sí no nos consumen. Hasta la muerte se convierte en algo para celebrar, como un nacimiento, una vida valiosa que concluye y el comienzo de algo nuevo.
Impermanencia no es un simple concepto, sino una experiencia vital. Con la práctica, mente y corazón se familiarizan con la impermanencia, y nos movemos con el cambio en lugar de resistirlo. Hay un método para ser conscientes del paso del tiempo: se trata de focalizar la conciencia en el ciclo de la respiración, centrándose en cada inspiración y exhalación de manera neutra. A medida que nos acoplamos al ritmo de la respiración, la cualidad siempre cambiante del tiempo se vuelve inseparable de la conciencia. La apreciación por el flujo constante del tiempo pasa a ser algo natural en nuestra vida cotidiana. Consustanciados con el flujo, nos sentimos cómodos con el cambio. La impermanencia ya no es más un obstáculo o una amenaza, sino la puerta hacia el cambio positivo.
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