Empecemos por donde se encuentra la mayoría de la gente: atrapada en la persona (máscara), que es una imagen de uno mismo más o menos inexacta y empobrecida, creada cuando el individuo intenta negarse a sí mismo la existencia de una o varias tendencias que tiene, como pueden ser los impulsos eróticos, la tendencia a hacerse valer, el enfado, la alegría, hostilidad, valentía, agresión, interés u otras. Pero, por más que intente negarlas, las tendencias no desaparecen y, puesto que son el individuo, lo único que éste puede hacer es fingir, "hacer como si" pertenecieran a otro, a cualquiera, siempre que no sea él. De modo que, en realidad, lo que consigue no es negarlas, sino solamente negar que le pertenecen. Así llega a creer de veras que estas tendencias no son él, que le son ajenas, externas. Ha estrechado sus límites a fin de excluir las tendencias indeseables. En consecuencia, esas tendencias alineadas son proyectadas en forma de sombra, y el individuo se identifica únicamente con lo que queda: una imagen de sí mismo reducida, empobrecida e inexacta, que es la persona. Se establece así una nueva demarcación y se inicia otra batalla de opuestos: la de la persona con su propia sombra.
Lo esencial de la proyección de la sombra es fácil de entender, pero es difícil representársela, porque ahoga algunas de nuestras ilusiones más caras. Sin embargo, el ejemplo siguiente nos permitirá ver lo poco complicado que es en realidad el proceso.
Juan tiene muchos deseos de limpiar y ordenar el garaje, que está totalmente desordenado; además, hace ya tiempo que tiene la intención de hacerlo. Finalmente, decide que es el momento adecuado para poner manos a la obra, y tras vestirse con la ropa apropiada, empieza a encarar la tarea con relativo entusiasmo. En este momento, Juan está claramente en contacto con su propio impulso, porque sabe que, a pesar del trabajo que le dará, es algo que indudablemente quiere hacer. Es verdad que una parte de él mismo no quiere ponerse a limpiar, pero lo importante es que su deseo de limpiar el garaje es mayor que el deseo de no hacerlo, pues de no ser así, sencillamente no lo haría.
Pero cuando Juan empieza a mirar el revoltijo increíble que hay en el garaje, le sucede algo extraño: comienza a reconsiderar todo el asunto, aunque sin abandonar su propósito. Da vueltas, se pone a hojear revistas viejas, se prueba un antiguo guantes de béisbol, se entrega a recuerdos y ensoñaciones, se va poniendo nervioso. Al llegar aquí, Juan empieza a perder contacto con su impulso, pero lo importante sigue siendo que su deseo de limpiar el garaje todavía está presente, porque de no ser así, se limitaría a abandonar el trabajo y hacer alguna otra cosa. Si no lo deja es porque todavía su deseo de hacer el trabajo es mayor que el de no hacerlo. Pero ya está empezando a olvidar su propio impulso y por consiguiente, empezará a alinearlo y proyectarlo.
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