lunes, 13 de mayo de 2013

La seducción de la ciencia (I)



La teoría determina qué puede observarse. 
Albert Einstein

Hará cosa de veinte años, cayó en mis manos un libro publicado por la Smithsonain Institution de Washington con el título Apes and Angels (Simios y ángeles). Es un compendio moderno de los datos eruditos, científico y populares –desde medidas comparadas del perímetro craneano y la longitud de los brazos, hasta estudios antropológicos y caricaturas populares– reunidos en el siglo pasado por la comunidad científica y difundidos por la prensa como "prueba" de una tesis entonces popular y respetable, a saber: que la población irlandesa descendía de los simios y sólo se remontaba a unas pocas generaciones, en tanto que la inglesa era descendiente del hombre, creado a imagen de Dios, y por consiguiente estaba formada por "ángeles".
Además de una impresionante acumulación de pruebas forenses, las tesis científicas del momento apoyaron sus afirmaciones en la realidad circundante. La mayoría de irlandeses eran pobres y, por tanto, constituían una parte desproporcionadamente alta de la población reclusa, en una época en que ser pobre y delincuente se consideraba taras genéticas. Los trabajadoras y trabajadores irlandeses residentes en Inglaterra eran en general analfabetos y ocupaban los niveles más bajos de la jerarquía social; en cambio, las familias inglesas residentes en Irlanda eran poderosas y prósperas. También en los Estados Unidos, una parte importante de la inmigración irlandesa realizaba trabajos no cualificados o en el servicio doméstico sin contrato, y en ciudades como Boston competía con la población negra liberta por los mismos puestos de trabajo.
Lo que más llama la atención en esta argumentación biologista es la respetabilidad académica y social de que llegó a gozar en su tiempo. En este aspecto, resalta el paralelismo con otras teorías sobre las diferencias sexual y raciales basadas en el determinismo biológico. Por ejemplo, Freud fue en realidad muy explícito en su oposición a la igualdad de la mujer. "No nos dejemos apartar de estas conclusiones por las réplicas de los feministas de ambos sexos, afanosos de imponernos la equiparación y la equivalencia absoluta de los dos sexos", escribió a sus colegas. Sin embargo, sus teorías se han citado como planteamientos objetivos durante casi un siglo. Gracias a esa lectura retrospectiva sobre los simios y los ángeles, comencé a tomar conciencia de la necesidad de una crítica permanente hasta en los ámbitos supuestamente más objetivos de la enseñanza; cuanto más independientes de cualquier juicio de valor pretenden presentarse, más importante es mantener una perspectiva crítica.

Consideremos el caso del pensamiento científico, que actualmente influye de un modo determinante en la valoración de nuestro intelecto y aptitudes, incluida nuestra propia autovaloración. Sin embargo, los métodos científicos en que ahora nos basamos para calibrar y explicar nuestra experiencia personal no vienen avalados por una tradición tan remota como solemos suponer; al contrario, su incorporación a la historia humana sólo se remonta a trescientos o cuatrocientos años atrás. Además, durante la mayor parte de este periodo, la ciencia se desarrolló en reductos controlados por las religiones, que a menudo dificultaban o castigaban cualquier planteamiento secular susceptible de poner en entredicho las creencias religiosas sobre los orígenes y valor relativo de los seres humanos. (Las escuelas fundamentalistas cristianas que todavía enseñan la concepción creacionista y las interpretaciones del islam, el judaísmo, el sintoísmo y otras doctrinas religiosas de manos de los fundamentalísmos contemporáneos constituyen una buena muestra de la resistencia con que choca cualquier punto de vista que pretende explicar el ser humano como parte de la naturaleza). Incluso quienes perseveraron en la investigación científica secular, con gran riesgo personal en muchos casos, no pudieron permanecer completamente al margen de los supuestos culturales de su tiempo. Si la religión afirmaba, por ejemplo, que las mujeres y diversas razas de hombres no tenían alma, la ciencia pronto acabaría descubriendo que también eran seres "menos evolucionados". Primero se formulaba la teoría y a continuación se recopilaban los datos que la respaldaban, no necesariamente con deliberada hipocresía, sino como fruto de una perspectiva parcial y selectiva. 
Luego, en el siglo XIX, el materialismo y los contactos con otras culturas comenzaron a debilitar la autoridad práctica de la Iglesia, y la comunidad científica adquirió mayor autonomía, pero también heredó parte de la influencia que antaño monopolizaba la religión. Sobre ella recaería en adelante la tarea de explicar, justificar el colonialismo que había llegado a constituir el puntal de la prosperidad europea, a la ciencia le correspondió ofrecer otras explicaciones igualmente irrefutables encaminadas a demostrar que el sistema era positivo, un factor de progreso, y que se aplicaba a los demás pueblos "por su propio bien". 
Este interés por establecer una jerarquía según criterios racionales y étnicos fue el origen de la craneología, ciencia padre de muchas prestigiosas e influyentes especialidades dedicadas a documentar y medir las diferencias humanas. A través de elaboradas mediciones de la capacidad craneana, la nueva rama científica pretendía determinar el tamaño del cerebro, el desarrollo relativo de sus distintas partes, como un medio para medir (ésa era la hipótesis) la inteligencia misma. 
En su momento, la craneología debió de parecer humana comparada con muchas de las nociones en boga en los siglos XVII y XVIII: por ejemplo, que las mujeres inteligentes eran obra del demonio (creencia que sirvió para justificar la masacre de nueve millones de sanadoras y otras mujeres paganas y no conformistas, ajusticiadas por brujas a lo largo de los siglos de transición al cristianismo), o que las dolencias físicas y mentales de las personas se debían a un desequilibrio de los cuatro "humores": sangre, bilis, pituita y agua (noción en que se apoyaba la práctica médica habitual de la "sangría" como un medio para restablecer el equilibrio). La craneología ofrecía, en cambio, sencillas y contundentes pruebas comprobables de la existencia de una jerarquía humana y de sus manifestaciones intelectuales.

Gloria Steinem

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