viernes, 17 de mayo de 2013

La seducción de la ciencia (IV y última)


Pese a tan ingeniosos malabarismos, la craneología acabaría sucumbiendo, no obstante, bajo el peso de sus propias contradicciones internas. A principios de nuestro siglo, reinaba un gran desconcierto en este ámbito bajo el impacto acumulativo de las numerosas disensiones internas y la insatisfacción de la opinión pública con sus explicaciones. * Alice Lee, una matemática londinense, asestó un golpe mortal a sus planteamientos en 1901, mediante un estudio comparativo sobre el tamaño del cráneo de las estudiantes de medicina (todas ellas mujeres presumiblemente en pleno uso de sus facultades mentales, puesto que habían sido admitidas en tan augusto círculo), y el de respetados profesores de la facultad. Ante la evidencia de que algunas alumnas tenían cráneos de mayor tamaño que ciertos eminentes varones, los distinguidos profesores tuvieron que optar entre reafirmar su propia inteligencia o seguir respaldando las teorías craneológicas aceptadas. (Como señalaba Lee, la teoría no podía considerarse válida para la generalidad de un sexo si no se confirmaba también en los casos individuales.) Lee, que había realizado sus estudios bajo la rigurosa dirección de Karl Pearson, un respetado biometrista, también observó que en la mayoría de los casos las medidas craneales  presentaban diferencias no superiores al margen de error aceptado de un 3%. Su estudio fue objeto de furibundas críticas por parte de los craneólogos y, como les sucede a muchas estudiosas en la actualidad, no se le concedió mayor transcendencia hasta que un respetado académico salió en su defensa; en este caso, el vigoroso respaldo vino del propio Pearson, un defensor de la causa de la emancipación femenina. 

*Otro esfuerzo  craneológico fallido intentó relacionar la inteligencia con la inclinación de los planos faciales. La frente saliente y nariz protuberante de los varones blancos –en contraste con la nariz más reducida de las mujeres o más achatada de los hombres africanos y asiáticos– se consideraron indicativas de una mayor capacidad intelectual. Esta teoría se vino abajo ante la constatación de que algunos animales, como por ejemplo,  el oso hormiguero, también tienen narices prominentes. 
Nunca se llegó a resolver otro dilema: ¿la inferioridad de los cráneos femeninos se debía a su forma más redondeada (como en las criaturas) o a su configuración más alargada (como en la gente negra)?

En los años siguientes, nuevas muestras más amplias y aleatorias acabaron de confirmar lo que ahora es bien sabido, esto es: que no existen diferencias raciales consistentes en cuanto al tamaño medio del cerebro y que, tanto en el caso de los hombres como en el de las mujeres, la inteligencia no guarda la menor relación con las dimensiones del cráneo ni el tamaño del cerebro, salvo acusadas desviaciones de la norma. 
La craneología estaba condenada de entrada al fracaso,al postular como punto de partida las falsas hipótesis de la superioridad masculina y caucásica.* Pero los respetables prejuicios que favorecieron el desarrollo y aceptación de estas teorías, así como su largo siglo de vigencia, ya habían causado un número incalculable de víctimas. 
John Hope Franklin, un especialista en historia afroamericana moderna de la Universidad de Duke, considera que estas ideas contribuyeron tanto al mantenimiento de la población afroamericana en la esclavitud y a su privación de derechos constitucionales como las motivaciones económicas que suelen citarse más a menudo. Según sus palabras, "no sabemos si realmente habría sido imposible" lograr la ratificación de la Constitución si sus principios hubiesen declarado ilegal la esclavitud, "sólo creemos saberlo". Y señala como causa "la noción de la inherente inferioridad de la población africana, para la cual la esclavitud constituía, por consiguiente, un estado satisfactorio y tal vez incluso deseable". 
Los argumentos biologistas siguieron utilizándose en el ámbito político y social aún después de quedar desacreditados científicamente; en la Alemania nazi, por ejemplo. Y los ciudadanos y ciudadanas de la Unión Soviética no descubrieron hasta 1991, gracias al nuevo espíritu de apertura y de glasnot, los trabajos realizados por un centro de estudios de Moscú durante sesenta y siete años para intentar corroborar los postulados de Stalin, para quien la creación del "hombre nuevo soviético" requería fomentar el desarrollo del peso cerebral como medida de la inteligencia (en el marco de los cuales se había pesado meticulosamente y todavía se conservaba el cerebro del propio Stalin, así como el de Lenin e incluso el del disidente Andréi Sajárov). En los Estados Unidos ya no suelen defenderse abiertamente estas teorías, si bien continúan aflorando en los chistes e historietas crueles que todavía presentan a personajes afroamericanos con características simiescas, así como en los argumentos que siguen apelando a cierta contradicción entre la "feminidad" y la inteligencia, o en la idea de la biología femenina limita las posibilidades de pensamiento racional en la mujer. Encontramos una versión actualizada de este prejuicio en la creencia de que los avances logrados por las mujeres están resultado perjudiciales para nuestra salud. Pese a que la longevidad y salud mental de las mujeres de todas las razas en realidad han mejorado en los últimos veinte años, coincidiendo con los nuevos embates del feminismo –y  a pesar de que la mayor incidencia de enfermedades asociadas a la tensión siempre se ha registrado entre las mujeres negras pobres y no entre los ejecutivos blancos–, no he dejado de postularse que las mujeres que realizan "trabajos masculinos" sufrirán "enfermedades masculinas", con una no muy elevada amenaza de que "el éxito puede ser dañino".
De todos modos, lo cierto es que actualmente la craneología y otras teorías del siglo XIX encaminadas a justificar las diferencias entre diversos grupos en general parecen ridículas. Justamente por eso es importante recordar que fueron consideradas respetables en su tiempo y acoger con sano escepticismo otras teorías actualmente en boga, que con los años podrían demostrarse igualmente engañosas, nocivas para la autoestima y erróneas.
En 1981, el antropólogo Stephen Jay Gould se propuso enmendar parte del daño causado por su profesión. En The Mismeasure of Man [Medidas erróneas del hombre] (un título que, irónicamente, se olvida una vez más de las mujeres), revisa en los antiguos estudios craneológicos poniendo al descubierto los métodos poco rigurosos, sesgados y a veces fraudulentos utilizados en su masiva recopilación de datos. Sin embargo, Gould comprobó que, en la mayoría de los casos, no se obró con malicia y ni siquiera con conciencia de la falta de rigor; una importante confirmación del peso que pueden tener los presupuestos culturales en el desarrollo de la ciencia. Las teorías logran el máximo impacto –concluye Gould– cuando ofrecen a millones de personas el convencimiento de que "sus prejuicios sociales reflejan, de hecho, realidades científicas".

Gloria Steinem

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