Aunque estaba entre médicos y enfermeras encargadas de atenderlo, Phillip había excedido los límites de la compasión. Era demasiado extraño y desagradable como para que alguien se le acercara por más de algunos minutos, mucho menos que lo ayudara. Había adquirido un tartamudeo, junto con una peculiar acumulación de tics: parpadeos, desvíos bruscos de mirada y contracciones en mejillas, lengua, manos y dedos. Lo peor era su actitud absoluta de "me importa una higa", que lo aislaba de los otros pacientes y volvía a todo el personal contra él.
Dos meses de internación cambiaron muy poco el estado de Phillip, "Sobre el diagnóstico no cabían dudas", recuerda Laing. "Era un esquizofrénico catatónico agudo, probablemente en vías de ser crónico. Cuando tenía algo que decir era obvio que estaba alucinado, muy paranoico y muy autoengañado." Laing se sintió atraído por esa destrozada criatura. Phillipo no tenía familiares sobrevivientes ni amigos de su familia que lo albergaran. Se daba por entendido que pasaría el resto de su vida internado.
En cambio, Laing lo llevó a su casa, a vivir con su esposa y tres hijos menores de cuatro años. Tomó esa decisión heroica porque, al hablar con Phillip a solas en su despacho, fuera del ambiente de la sala psiquiátrica, notó que el muchacho se calmaba. Phillip empezó a hablar de modo inteligible y, si bien se refería a cosas disparatadas (su sensación de que la sala era una esfera gigantesca a la que él servía de eje en el centro, las visitas que le hacían seres interestelares, su alucinación de que la voz de un negro le decía cosas sin sentido por la noche), no parecía completamente perdido. En el consultorio de Laing también mermaron sus contracciones y sus tics. Por una hora, el menos, dominó sus esfínteres y (lo más revelador) cuando Laing se ofreció a ayudarlo, una sombra de gratitud pasó por sobre sus rígidas facciones.
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